Es imposible no sentirse conmovido, o más bien paralizado, en cuanto colocamos My light, my destroyer sobre el giradiscos y la voz arenosa, granulada, profunda y sensacional de Cassandra Jenkins tarda nueve segundos escasos en pronunciar el primero de los muchos versos que acabarán asaeteándonos el alma durante los siguientes 37 minutos: “Creo que he confundido mi desesperación con la devoción”. El tercer trabajo de la artista neoyorquina es poco clemente consigo misma, como ya sucedía en parte con su antecesor (An overview on phenomenal nature), pero el propio título del álbum ya expresa las disyuntivas de la existencia: hemos de afrontar el dolor, la soledad, la desolación y el desamparo, pero de vez en cuando también nos tropezamos por el camino con un poco de amor y gratitud.
Devotion, ese corte inicial, tiene algo de aproximación al universo libérrimo de Astral weeks, un álbum a fin de cuentas también nacido en la Gran Manzana. La referencia es tan estratosférica que a la postre resulta inalcanzable, pero habremos de invocar el nombre de Jenkins, sí o sí, cuando a finales del ejercicio toque ponerle subrayado fosforescente a los mejores títulos de la temporada. Porque My light… nos coloca ante una artista embaucadora, hipnótica y fastuosa que abraza las enseñanzas de Joni Mitchell y, puestos a afinar el tiro, Judee Sill o Vashti Bunyan sin renunciar a la sofisticación jazzística de Only one, su formidable primer sencillo, ni al músculo rockero que, cual Chrissie Hynde treintañera, aflora con Clams casino. Y todo para concluir con una coda de 90 segundos a dúo de violín y violonchelo, Hayley, que no le habría importado firmar al mismísimo George Martin.
Suceden tantas cosas, y tan endemoniadamente sugerentes, que el disco se vuelve al instante en nuestra memoria tan breve como adictivo. Esos bajos orondos sin traste en Delphinium blue, en conjunción con los cantarines teclados demodé, nos colocan muy cerca del universo de China Crisis a la altura, imaginemos, de aquella preciosidad titulada Here comes a raincloud.
A su vez, Cassandra se reivindica como una maestra de las pausas ambientales, y ahí está para demostrarlo el encanto supremo que Betelgeuse despliega con los ecos de una conversación entre mujeres, un piano accidental y el sollozo de un saxo más narcotizado que jazzístico. Y tan pronto nos abrazan las cuerdas y armonías vocales subyugantes de Omakase, el corte que incluye el título del álbum (desgranado y repetido a modo de letanía), como Petco saca a relucir unas guitarras noventeras que no habrían desentonado en la banda sonora de Reality bites para acompañar las andanzas de Winona Ryder. Cassandra Jenkins: inquietante y adorable, siempre ambivalente. Luz y catástrofe, todo en uno.
Una artista de culto, embaucado me tiene.