Liz Lawrence comenzó de muy jovencita alistada en las listas de ese bedroom pop intimista y de ropajes mínimos que busca la emoción desde el recogimiento y el susurro, pero su paso por las filas de Bombay Bicycle Club, convertida en la segunda voz de Jack Stedman sobre el escenario, le hizo ganar en desparpajo y talante expansivo. Y este ya cuarto trabajo de la treintañera británica lo certifica de manera espectacular, escorándose hacia el pop sintetizado, el indie bailable y ese tipo de elegancia que no está reñida con el balanceo pélvico. De hecho la mayor parte de estos 11 cortes invitan a colocarse debajo de la bola de espejos, y ello a pesar de que en las motivaciones del álbum destaca una suerte de hastío emocional y vital de esos que invitan a anhelar un piadoso frenazo en el movimiento rotatorio de la tierra.
Lawrence puede que se sienta ahora mismo como una superviviente, a juzgar por ese S.U.R.V.I.V.E en el que va deletreando las letras del término para cargar sobre él un mayor énfasis y convertir el objetivo en algo parecido a una plegaria. Pero lo admirable es que de un proceso de depresión haya podido extraer esta mujer de 34 años un cancionero tan asertivo, en el que no se priva de mostrar su hastío frente a los hábitos contemporáneos sin renunciar por ello ni al metrónomo acelerado ni a un adorable sonido cálido y envolvente tanto en la parte guitarrera como en la sintetizada. Y no será casualidad en este sentido la participación como productor de Ali Chant, que ya había trabajado con Perfume Genius, Aldous Harding o Yard Act y al que nuestra protagonista le formalizó una propuesta desconcertante: “Quiero sonar como si Cate Le Bon se encontrara con Primal Scream, o Beck con Gorillaz”.
Esa primera fórmula de intersección es una brillante e ingeniosa descripción de lo que acontece en Peanuts, el álbum de alguien que lo ha pasado mal pero que se sacude las malas vibraciones, aprieta los puños y consigue que la adversidad no le doblegue. El álbum es muy adictivo, rítmico y seductor desde el trepidante Big machine inicial, pero las letras abarcan desde el hartazgo hacia la política hasta la preocupación por la devastación climática, con escala especial en esas sombras del alma (Names of plants an animals) que la autora ahora reconoce como la peor enfermedad de cuantas haya llegado a sufrir.
Y sin embargo, insistimos, las ganas de ahuyentar las nubes acaban prevaleciendo sobre cualquier circunstancia, mientras los característicos bajos orondos de esta artista (No one, That’s life) invitan a un combate directo y epidérmico contra los talibanes de la pureza. Precisamente este That’s life juega con ese factor de la elegancia art-pop en la que nadie marcó el camino de manera tan preclara (e inalcanzable) como Talking Heads, mientras que la curiosísima Oars fuerza la melodía con notas muy agudas al final de cada frase, un poco a la manera en que les gustaba hacer a los siempre reivindicables B-52’s.
No worries if not opta por ese indie guitarrero y chuleta de los noventa, en la estela de Hole, mientras que Strut suena agresivo, mecanizado y robótico, pero particularmente irresistible. Es imposible no alegrarse con la mejoría de Liz; que el futuro sea suyo y de gente como ella.