Aunque no hubieras escuchado nunca a Crystal Gayle, con solo contemplar ese rostro angelical y delicado que nos sonríe desde la portada ya podríamos hacernos una idea. Gayle es el paradigma de la canción pop prístina con sedimento country. Sus discos eran, a su manera, una garantía: no había en ellos lugar para el sobresalto, pero sí certeza de disfrute cabal. Es un conservadurismo estilístico que le acabó pasando factura, sobre todo a los ojos de la crítica, porque los álbumes eran buenos pero indistinguibles entre sí. Salvo, quizá, precisamente este True love, el único en el que se atrevió a subir de vez en cuando el pulso, las vibraciones y, sobre todo, las guitarras eléctricas, que hasta entonces habían desempeñado un papel testimonial. Sobre todo porque no eran pocas las ocasiones en que la bella dama de mirada verdísima acababa inclinándose por los arreglos orquestales.
Esta vez cambiaron las tornas, cuando menos una pizca. Al frente de la grabación seguía su hombre de confianza, Allen Reynolds, el mismo que había producido las muy exitosas Don’t it make my brown eyes blue y When I dream durante los setenta. Pero a la altura de un undécimo álbum en poco más de siete años, no parecía disparatado variarle un poco el guion a la de Kentucky. El disco se escora siempre más hacia el pop que a los sonidos netamente campestres, haciendo válido eso que los angloparlantes denominan crossover. Y, de hecho, tres de los cortes de la cara A acabaron conquistando el número 1 en Billboard: Our love is on the faultline, Baby what about you y Till I gain control again, el clásico de Rodney Crowell. No habría sido disparatado pronosticarlo. Las tres eran preciosas. Y cristalinamente perfectas.
Seguramente nunca Crystal se quedó tan cerca del cetro de la inalcanzable Linda Ronstadt, justo en un momento en que la reina se tambaleaba tras el estrepitoso fracaso de Mad love (1980), un acercamiento suicida a la new wave que con el tiempo, en cambio, hemos terminado aceptando como una travesura genial. La cara B no era tan radiante, pero ahí estaba una lectura esplendorosa de Everything I own, el bellísimo original de David Gates para Bread (años más tarde, popular otra vez por mediación de Boy George). Y He is beautiful to me, enésima demostración de que Gayle y la balada eran sinónimos casi perfectos. La hermana pequeña de la gran diva country Loretta Lynn nunca estuvo tan cerca de la gloria del country-pop, aunque el fulgor de su voz no llegara a conquistar los corazones al otro lado del Atlántico. Ahí lo tienen: esto que nos perdíamos.