Hace tiempo que a John Grant no le interesa mostrar ese lado más amable, melódico, acústico y sentimental que resultaba adorable en Queen of Denmark (2010), su deslumbrante debut en solitario, y definió su trabajo previo durante los años al frente de The Czars, la encantadora banda que encabezó. Algo de aquella melancolía evanescente y de esos teclados planeantes pervive aún en cortes como Marbles, pero nuestro barbado trovador de Michigan transita por territorios bien distintos ahora: cada vez más interesado en ritmos bailables y electrónicos y cada vez más dispuesto a no dejar títere con cabeza en un repertorio crítico, dolorido e implacable a la hora de denunciar lacras como la homofobia, el fundamentalismo religioso o la amenaza cada vez más asfixiante de la extrema derecha, venga aderezada o no con aditamentos cristianos. Es decir, apuntando hacia donde más duele.

 

Un álbum consagrado a “El arte de mentir” tiene que incomodar y tiene que doler, así que a Grant no le intimida hurgar en las llagas. Pero del dolor proviene a menudo la belleza, y así los traumas de la infancia y de una familia negacionista de la homosexualidad y la diferencia se convierten en Father en una vaporosa plegaria envuelta en el vocoder, igual que el asesinato de un hijo gay adquiere tintes elegíacos y pesadillescos en Mother and son, otra vez con la voz manipulada y un puente equívocamente celestial a cargo de una voz femenina. Los tres títulos mencionados hasta aquí superan en todos los casos los siete minutos de duración, lo que incrementa esa sensación de trascendencia y reflexividad. Porque John William Grant no pretende tanto ser amable como determinante. E influyente.

 

Todo ello no es óbice para que The art of lie pueda resultar a ratos un trabajo muy bailable y francamente divertido, a lo que no es ajeno el concurso de Ivor Guest, un productor bragado con Grace Jones. Meek AF sería un cañonazo en el repertorio de Pet Shop Boys, igual que All that school for nothing refrenda que nuestro barbado amigo de Michigan (aunque afincado desde hace años en Reikiavik) habría sido feliz compartiendo escenarios con Chic o Devo a principios de los años ochenta. Ese equilibrio entre pesadumbre y hedonismo le sienta muy bien a este trabajo, nada inmediato ni evidente, muy extenso para los parámetros actuales y discotequero a veces desde la aspereza (It’s a bitch). Mucha tela que cortar, como siempre, con un caballero que le ha perdido el miedo a sus propios fantasmas.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *