Hay títulos verdaderamente elocuentes y representativos, capaces de encapsular incluso en un solo término una gran variedad de pálpitos e impresiones, de significados y polisemias. Tornado sirve como ejemplo fantástico a este respecto, porque estos 37 nuevos minutos de música –los zarandeos de gran intensidad no pueden ser excesivamente prolongados– tienen mucho de agitación, de torbellino. Pasa Marco Mezquida por nuestra sala de escucha, y el efecto de su piano es el de una sacudida. Hasta que luego llega una calma que, por puro contraste, resulta todavía más hermosa.
El magisterio de Mezquida tiene algo de avasallador, como le sucede a este álbum mismo. El pianista de Menorca, que a sus flamantes 36 años suma la friolera de dos docenas largas de álbumes –y un número de colaboraciones más bien incalculable– abre Tornado con unos primeros minutos en los que se comporta como un huracán, cual emisario de una tormenta perfecta. El contrabajista Masa Kamaguchi y el batería Ramón Prats aprietan los puños y asumen el reto de secundar un viaje endiablado, más cercano a la música contemporánea que a cualquier formulación meramente jazzística. Y de repente, tras el guiño cinéfilo y todavía vertiginoso de Fellini, los dos minutos de I love you both (Emotiona tornado) enarbolan una tenue bandera blanca que se torna definitivamente melódica llegados a Self portrait, confesión de un impulso sentimental que hasta ese momento nuestro protagonista, deslumbrante pero pudoroso, había disimulado.
Así de vertiginosas y apasionantes son las dinámicas en esta obra, una lección acelerada de un virtuosismo nada gratuito que acaba dejando hueco a la sonrisa relajada y satisfecha, a la belleza casi procesional de Pasión o el refugio que proporciona Beibita, uno de los momentos en que este antiguo alumno de la Esmuc abandona la sintaxis acústica del piano para dar paso al órgano Hammond o los teclados Farfisa. Para aportar aún mayor variedad a esta media hora de vértigo apasionado, el percusionista Prats agrega en Taifü la fascinación por la cultura japonesa. Pero quédense antes de finalizar, como mínimo, con estos dos títulos: la elegía sentida de Adiós, abuela, balada para una despedida desde los adentros; y, sobre todo, la belleza trepidante de First dance, una composición tan feliz y abonada al fulgor que algún programa de radio debería abrazarla, desde ya, como mágica sintonía.