Para la ternura siempre hay tiempo, que dirían aquellos, y el madrileño Alejandro Ovejero es un magnífico ejemplo de que otro modelo de masculinidad es posible, por mucho que la chavalería más joven parezca tentada, a lo que se ve, a la involución y la enésima canonización de la testosterona. En abierto contraste con ese reverdecer del modelo más tosco, despiadado, áspero y rudo, Ove emprende el camino de la empatía, la consideración hacia el prójimo y el reconocimiento de la vulnerabilidad propia, hasta alumbrar un repertorio que empieza por acariciar y desemboca en el cálido abrazo. Y que nunca nos falte, en efecto, ese pálpito del afecto.
Daruma es un álbum tranquilo, pequeño y humilde, en las mejores connotaciones de los términos; un trabajo que no pretende impresionar, abrumar o irrumpir en ninguna estancia, sino en todo caso servir como la discreta compañía de ese amigo que no necesita largas parrafadas para hacernos conocedores de su complicidad incondicional. Son ocho canciones que ni superan siquiera el listón de la media hora, como corresponde a un disco que se asoma de puntillas por la estantería. Pero la sinceridad y la lucidez de estas piezas íntimas, sencillas, sentidas y casi susurradas multiplica el valor de su sobriedad. Porque Ove se decanta por la canción de autor acústica, e incluso prescinde de cualquier percusión para que el efecto sonoro resulte todavía más recatado, tal que si él y un par de amigos más se nos hubiesen colado en el salón. El complemento de color (y calor) lo aporta el saxo siempre comedido de Rebeca Gismero, que emite destellos siempre más luminosos que deslumbrantes.
Hay una cierta predisposición a la duda y la melancolía; a un ensimismamiento que encaja bien con la figura, humana y artísticamente seductora, de este muchacho que conoció la gloria y recorrió medio mundo como bajista de Morgan, pero acabó por dejarlo todo y retirarse de los focos (en su caso, oblicuos y llevaderos) para poner rumbo a la sierra de Madrid y emprender aventura como pequeño productor apícola. Cinco años, unos cuantos llantos y muchos abrazos y achuchones después, Alejandro ha acabado por convencerse de que puede compatibilizar la fabricación de miel con esta faceta de artista en solitario que nunca pretendió ni anheló ocupar el micrófono principal del escenario. Y todo es hermoso en ello: por la disparidad de los compromisos, por la valentía, por una coherencia entre la obra y quien la firma que no siempre se cumple.
Y así, desde un sosiego sincero y deseado, transcurre este elepé bello, fino y frágil, generoso en medios tiempos que podrían haber firmado los noruegos Kings of Convenience. Y con un cierto margen para la sonrisa pletórica en el caso de No me acostumbro, de largo el corte más indicado si queremos acomodarnos bajo el influjo de alguna brisa marina. «Aprovechémonos del presente, ya vendrán a separarnos», sentencia Ove en Amigos, un llamamiento al carpe diem que constata, sobre todo, la bonhomía de un ser humano altamente recomendable.