Exprimiendo hasta la última gota las posibilidades de la paradoja, uno de los recursos literarios más fascinantes que nos brinda el lenguaje, el cuarteto sevillano Pinocho Detective aborda su sexta entrega discográfica con una colección de canciones tristonas pero en último extremo esperanzadas, una poética ristra de ayes y lamentos al final de la cual encontramos los suficientes indicios como para seguir bregando en la batalla del amor, la autoafirmación y, en definitiva, la vida misma.
En realidad, solo cabe preguntarse por qué demonios un autor de solvencia poética y dimensiones conceptuales de Fran Pedrosa no figura ya entre los nombres propios ilustres en el ecosistema del pop español, una injusticia tan flagrante que él bien podría ser, en carne propia, el primer afectado por la más severa de las melancolías. No es así, porque Pedrosa afronta sus propias tristezas desde la inquietud emocional e intelectual, le planta cara al desánimo intensificando su confianza inquebrantable en el valor de la poesía. Quizá un empeño así solo podamos atribuírselo a un ser incauto, pero aun en ese caso no podemos sino abrazar también por nuestra parte su misma causa.
Pedrosa alcanza el cénit de esa intersección entre su espíritu ultrasensible y el empeño evocador con la extraordinaria Música de ascensor, una pieza que logra resultar tan intensamente triste como hermosa (“El recuerdo de la quinta planta al primer amor / Música de ascensor con espejos / hoy me veo tal como me siento”). Gran parte del imán gravita en torno a esa voz tan propicia para la congoja y la apoplejía, impregnada de una desolación que no deja de ser también luminosa. La suya es una apelación a un dolor esperanzado –y en el fondo romántico, como en Fiestas populares– que en algún momento, por lírica, contenido y timbre vocal, puede recordarnos al Shuarma más emocional y voluble al frente de Elefantes: “Que mañana volvamos a ser / la envidia del pueblo, por fin / en una fiesta popular”.
En este enigmático y seductor entorno detectivesco hay margen para la sorna enternecedora de Los candados, una retahíla de puentes ilustres (San Francisco, Triana, Praga, Londres…) desde los que no merece la pena lanzarse al vacío, por muy desencantados que nos hayamos levantado; o la abierta guasa de El pensador, que termina erigiéndose en una preciosa canción de amor con hechuras de rock vintage. Y con mucho twang, además de, probablemente, la primera mención a un filósofo francés –Descartes– en la historia del pop español.
No, no podemos permanecer impávidos ante unos tipos con la discreta sabiduría de cantarle a El llanero solidario (“Quijote en la Cosa de la Luz / contra gigantes de basura”: toma nota, Moreno Bonilla) o al “amor boreal” en esa Historia de un iceberg que emerge en mitad de la cara B. No nos privemos de una compañía como la de estos pinochos sagaces: no es que sean malos tiempos para la lírica, que también; sino que la lírica misma escasea. Y cuando asoma, como en este caso, hemos de celebrarlo como el feliz acontecimiento que representa.