Enrique Bunbury nunca fue artista que suscitara grandes unanimidades, lo cual no deja de ser una muy buena señal. No podemos aspirar a consensos universales en un arte como el de la música, y sí sospechar que aquello que contenta a una mayoría muy amplia es tan vago, difuso y aséptico que va diluyendo su ADN en una mera sucesión de acordes y lugares comunes. Seguirá habiendo, en consecuencia, quien encuentre rebuscado. enfático o demasiado manierista a nuestro zaragozano afincado al otro lado del océano. Pero, a tenor de discos como este, difícilmente podremos negarle una personalidad poderosísima, el empeño por distinguir cada álbum de sus antecesores, el esfuerzo por exprimirse la mollera, no conformarse solo con el camino de la evidencia y retar a que el oyente deba invertir una buena cantidad de horas en procesar una ración informativa ciertamente generosa.
Posible es, desde luego, el álbum en el que Bunbury se desliza con mayor convicción por los territorios del pop electrónico. Algo, o bastante de ello ya asomaba en el caso de las dos entregas previas, Palosanto (2013) y Expectativas (2017), también fascinados por las máquinas y más ajenos a la huella mexicana o latinoamericana. La tendencia hacia el Arte de vanguardia, si se nos permite parafrasear uno de los diez nuevos títulos de Enrique, se ha acentuado. Tanto que, desde el mismo corte inaugural, Cualquiera en su sano juicio (se habría vuelto loco por ti), la sombra de Depeche Mode parece bien alargada. Pero a ningún intérprete con carisma le importarán los paralelismos con Dave Gahan.
A la manera del fabuloso cantante de Essex, Bunbury imprime teatralidad a sus exhibiciones frente al micrófono, pero se ajusta a un cierto sosiego vocal que, en las excelentes Mis posibilidades o Las palabras, se agradece de manera muy positiva. En realidad, salvo en la endeble e insustancial Como un millón de dólares, musicalmente aburrida como una cara B de los años ochenta, los estándares de calidad brillan por donde el bueno de Ortiz de Landázuri nos tiene acostumbrados.
Bien por el regusto a canción clásica de Deseos de usar y tirar. Por la solemnidad sin filfa de Los términos de mi rendición. Por el estribillo más cantable del lote, el de Hombre de acción. Bunbury está donde se le esperaba. Y eso, a la altura de un undécimo álbum en solitario (ya es extemporáneo apelar a la herencia de Héroes del Silencio), encierra un mérito incuestionable.