Ay, la vida y sus fugacidades. Es curioso reparar en lo fulgurante que fue el éxito de Charles Jeremy Jankel, el brevísimo intervalo de su vigencia y el oscuro manto de olvido al que de inmediato le sometimos. Tan llamativo, en realidad, como sacar del arcón un disco como Chasanova (cuidado, en algunas ediciones y territorios se publicó con otro título, Questionnaire, en honor a su penúltimo corte) y reparar en su perfectísima vigencia. Un álbum vitalista, orgulloso de sí mismo, muy capaz de alegrarnos la jornada al tiempo que nos preguntamos por qué fue tan efímera la presencia en nuestras oraciones de un músico tan apreciable.

 

Frisaba los 30 años el bueno de Jankel (Middlesex, 1952) y ya había ofrecido el año anterior un aviso rotundo con su debut homónimo, ese que se abría con la irresistible Ai no corrida. Asombroso: un músico blanco y paliducho acierta con la canción de la que acabaría enamorándose Quincy Jones, un destinatario muy documentado, severísimo y muy difícil de contentar. Pero así de desconcertante resulta la figura de Jankel, que, además de liarnos con los títulos de sus discos, a veces firmaba Chaz y otras, Chas. Y que practicaba un pop soberbio y contagiosísimo con un pie en el funk, muy cercano al que estaban a punto de descubrir Shakatak o los ¡islandeses! Mezzoforte. Glad to know you abría la cara B con seis minutos largos de éxtasis rítmico y unos coros femeninos para enmarcar en los cánones de glamour. Y, de inmediato, otro temazo mucho más olvidado, Boy, ritmo medio con falsete vocal perenne. Prince no se enteraría, pero este zangolotino inglés bien podía plantarle cara.

 

Chasanova era así, una sucesión de chispazos para el baile inteligente. Questionnaire apostaba por un ritmo casi tropical, del que apenas tres años más tarde Club Tropicana, de Wham!, parece apropiarse en proporciones no exactamente moderadas. Magic of music se metía de lleno en el territorio del reggae, trompetas incluidas. Y 109 quizá no fuera un título fácil de memorizar, pero producía temblores de caderas cada vez que empezábamos a escuchar de nuevo el vinilo.

 

Qué tipo tan curioso, Jankel. Más teclista que cantante o cabeza de filas, provenía de una banda, Ian Dury and The Blockheads, que nada tenía que ver con su posterior universo sonoro como solista. Quizá tantas paradojas (teclista blanco de rock transformado en líder negroide de funk) acabaran jugando en su contra; tanto como, para que después de otros dos discos apreciables, Chazablanca (1983) y el algo más endeble Looking at you (1985), la compañía A&M rechazara publicarle un quinto álbum ya perfectamente cocinado y le condenase a un olvido de décadas. Pero incluso el delirio instrumental y robótico 3,000,000 synths, seis minutos de chiribitas sonoras para dejarse llevar debajo de la gran bola de espejos, puede hoy movernos a la sonrisa.

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