Lo de Juan Gómez “Chicuelo” y Marco Mezquida empieza a ser cosa seria. Ya nos lo había parecido un par de años atrás con Conexión, puesta de largo de un tándem ibérico pero con miras internacionales. Las mejores expectativas se confirman ahora con un refrendo al que solo le falla el título, tópico y, en consecuencia, frecuentado en demasía. Pretende eso de No hay dos sin tresservirle como guiño a la tercera pata del banco, el percusionista Paco de Mode, que emplea su cajón como argamasa sonora. Pero el mérito mayor recae en los dos protagonistas, claro, integrantes de esa generación más joven, ecléctica e integradora que no hace tantos distingos en cuanto a géneros, que no muestra reparos a la hora de transitar del jazz al flamenco o a la inversa, incluso de aportarle a su marmita aderezos de Brasil y otras músicas del mundo. Chicuelo y Mezquida, barcelonés y menorquín, no tienen edad, cuerpo ni talante para cortapisas: solo sangre y pálpito en las venas, y la versatilidad suficiente para congraciarse con zapateados (Caminos), tanguillos (Romesco), percusiones brasileñas (La reina del tambor) o esa voz etérea de Mireia Miralles que salpica Menorcay la impregna más aún de esencia mediterránea. Guitarra y piano entablan un diálogo paritario; son dos instrumentos que no siempre han sabido hermanarse, pero que aquí reman en la misma dirección, sin rivalidades ni estridencias. Se nota el oficio, las horas de vuelo, el amor por un ecosistema en el que no desentonarían ni Metheny ni el jazz latino. Escuchamos Reloj de arena, con las briznas de trompeta de Reynald Colom, y todo resulta aún más sutil, más armonioso. Muchas de estas ocho piezas rondan los seis o siete minutos, pero el discurso es tan seductor que no queremos que se nos acaben.

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