No es Florence Welch una mujer muy proclive a la efusividad ni el desenfreno, pero su quinta entrega ya deja muestras, desde el mismo título, de que todo es susceptible de matices y evoluciones. Hay títulos muy importantes ya en la trayectoria de esta londinense milenial con aureola entre celestial y magnética, pero puede que nunca hubiese alcanzado el grado de emotividad y empatía que impregna este disco hasta hacerlo, a menudo, arrebatador.

 

Avisémoslo de antemano: hay menos fiebre y baile del que pudiésemos deducir de la denominación y de los tres primeros episodios de la entrega. King, Free y Choreomania son abrumadores por su musculatura rítmica, infrecuente en la trayectoria de una mujer más dada a la solemnidad y el himno que al ejercicio pélvico. Ese tono pomposo solo lo identificamos con nitidez cuando llegamos a la sexta canción, la densa y embriagadora Dream girl evil, pero a nadie le importará la diversificación sonora de Dance fever. Porque durante gran parte de estos tres cuartos de hora no dejan de suceder acontecimientos verdaderamente notabilísimos.

 

En realidad, el metrónomo continúa revolucionado hasta el cuarto corte, un Back in town casi al ralentí, pero es fantástico que así sea. Porque Welch aprovecha para dejar constancia de esa voz profunda y con vibrato conmovedor, que en ese caso en concreto trae a la memoria a otra mujer enorme y empoderada, referente para multitud de chavalas: Annie Lennox. Y porque a renglón seguido acontece un Girls against God todavía más trascendental, con Florence transfigurada en sacerdotisa y los melismas de Joni Mitchell grabados –lo persiga o no– en su memoria auditiva.

 

La jefa de todo esto siempre fue una mujer intensa, y no pierde aquí ese hilo conductor de gran parte de su discografía y cancionero. Pero la producción otra vez prístina de ese genio ubicuo llamado Jack Antonoff (Taylor Swift, Lana del Rey, St. Vincent) lo convierte todo en más brillante. O, para ser más precisos, deslumbrante. Los apenas dos minutos de Heaven is here, una sacudida de percusión, tienen algo de experiencia catedralicia. Igual que Daffodil, donde la voz de Welch emprende un camino inquietante que culmina en una catarsis insólita.

 

Queda aún la baza de My love, primer sencillo, inusualmente relegado en el orden de escucha y la apuesta más indisimulada por la pista de baile. No es el mejor tema, porque la competencia en ese capítulo es durísima; pero deja claro que Welch seguirá provocando cataclismos en los pabellones. No es para menos. Y quien quiera imaginarse a nuestra diosa en las distancias cortas de los clubes puede recurrir a la lindísima The bomb, el mejor ejemplo de que, debajo de los bellos y suntuosos ropajes, habita el corazón de una gran cantautora.

 

 

 

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