El proceso por el que Lana del Rey se ha transformado de una artista solo lánguida a otra francamente fascinante es digno de admiración. El suyo es un trabajo torrencial, esforzado y concienzudo, que conoce ahora su séptimo capítulo en menos de una década. Pero este elevado índice de fertilidad viene avalado por unos crecientes estándares de excelencia, sobre todo desde que en 2019 asistimos a la sacudida del magnífico Norman fucking Rockwell! Apenas año y medio más tarde, este Chemtrails over the country club se erige en evidente prolongación, casi en segunda parte, con el concurso del productor Jack Antonoff nuevamente a los mandos de la nave. Chemtrails no llega a ser mejor entrega que su hermana mayor, una pretensión casi inalcanzable, pero incrementa el calado de una obra cada vez más sombría, profunda, rigurosa y con capacidad de dejar huella en esta generación y las posteriores.

 

La reciente portada de Mojo, biblia del clasicismo melómano que rara vez recurre a artistas jóvenes para abrir su edición, era muy sintomática. Elizabeth Woolridge Grant solo suma aún 35 primaveras, pero su ascendente se va agrandando por momentos. Y si nunca fue la alegría de la huerta, Chemtrails… la retrata más meditabunda, desencantada y dolorida que nunca. Estamos habituados a que el metrónomo se comporte casi a cámara lenta en sus discos, pero este supera la media en cuanto a ralentización y ensimismamiento: las percusiones programadas de Dark just but a game son lo único remotamente parecido a una canción de pop que escucharemos en estos nuevos tres cuartos de hora de música. El progreso de Lana hacia la edad adulta (y adusta) recuerda no poco al que ha experimentado Taylor Swift: quienes las veíamos como artistas circunstanciales ahora habremos de felicitarnos por su condición mollar.

 

La neoyorquina que comenzó pareciendo una variante neosecular de Kate Bush mira cada vez más hacia la Costa Oeste y la herencia de la Stevie Nicks más contrita. Los dos cortes de apertura, White dress y Chemtrails over the country club son excepcionales, y además conviene prestar atención a las sucesivas capas vocales acumuladas en Not all who wander are lost o las derivadas acústicas en la delicadísima Yosemite. Y todo para desembocar, en coherencia con la filiación californiana, en una superlativa lectura de For free, el clásico de Joni Mitchell en Ladies of the canyon. A Lana la respaldan para la ocasión Zella Day y Weyes Blood. Y escuchando a esta última, en los compases postreros del disco, cuesta creer que no es la mismísima Mitchell quien asomara por el estudio de grabación.

 

En estos apuntalados estándares de excelencia, solo cabe lamentar que la edición física del álbum sea tan mediocre, o abiertamente cutre, con un libreto (más bien, díptico) de cuatro páginas en el que solo se reproducen las letras de las cuatro primeras canciones… porque no caben ya las de las otras siete. Cuesta creerlo, pero es así: como lo leen. Mal andamos si es la propia industria discográfica quien zancadillea, ya de partida, a quienes siguen disfrutando de los formatos físicos.

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