Manel siempre fue un grupo fascinante que con los años se fue volviendo un poco obtuso, quiá por el muy noble empeño de no repetir fórmulas ni discursos. Esa manera quién sabe si inconsciente de complicarse la vida, con todo lo bueno y lo malo que conlleva un proceso así, ha terminado propiciando el cambio de paso más lógico y casi inevitable en estas circunstancias: una pausa indefinida para la banda y la irrupción de su jefe de filas –que a fin de cuentas era cantante y autor del grueso de música y letras– como artista en solitario.

 

No sabemos si Manel regresará para publicar nuevo material bajo tal epígrafe, y hasta preferimos pensar que dentro de un tiempo prudencial les y nos acabará apeteciendo a todos, pero el estreno en primera persona de Guillem Gisbert es un regalo, un portento y una eclosión definitiva: la del fabuloso contador de historias que siempre fue, solo que ahora más radical, independiente y sin cortapisas. Más abonado a la incontinencia argumental, creativa y sonora.

 

Balla la masurca! es un disco extenso, denso, complejo y nada complaciente, una obra que contraviene todas las normas del consumo musical al uso (temas extensos, poco pegadizos, rácanos en estribillos y en ocasiones ajenos incluso a la rima) y que conviene ir desentrañando con paciencia, minuciosidad y un cierto primor por parte también del oyente, embarcado así en una aventura con la que no comulgarán los perezosos. Hay que irse enamorando paulatinamente de estos relatos insólitos para el pop peninsular o de cualquier otra geografía. ¿A quién podría ocurrírsele acaso un homenaje al guionista cinematográfico Rafael Azcona, Un home realitzat, a partir de la escucha insomne de un podcast en torno a una entrevista de 20 años atrás?

 

Prepárense para una obra de arreglos dispares y alambicados, en los que la electrónica desempeña un papel de sofisticación nada hierática. Asuman el apego de Gisbert hacia las piezas de metrónomo remolón y desarrollos concienzudos y en laberinto. Y que nadie se asuste si muchas piezas acaban acercándose más a los cinco o seis minutos que a esas extensiones que imponen los usos presentes y sugieren la prudencia. Porque Guillem confía en la magia de esa comunicación con sus interlocutores, desdeña el paradigma de álbum como un monólogo triunfal y altisonante y apela a nuestro propio esfuerzo como receptores.

 

Aviso clave, llegados a este punto: embarcarse en la aventura merece, sin duda, la pena. Y mucho.

 

Adiós al tarareo, al Gisbert más juguetón y cantarín. Ni siquiera la más liviana Waltzing Matilda (nada que ver con Tom Waits, más allá del placer de compartir título) invita a la interiorización rápida. Será la crisis de los 40 o, qué demonios, la madurez, pero puede que nuestro barcelonés nunca hubiese llegado tan lejos en su escritura como en la kilométrica Miracle a les Planes, autorretrato nostálgico y descreído tan revelador sobre su personalidad –poliédrica, desmitificadora– como sobre la capacidad de adquirir grandes enseñanzas del maestro Battiato. Hay desarrollos melódicos en espiral inesperada (Les dues torres), complejas y bellas digresiones cinéfilas (en el tema central) y hasta un pastiche indisimulado, palmario y manifiesto de Dylan en Les aventures del general Lluna, un homenaje tan explícito que hasta se permite un epílogo con la armónica prendida al cuello.

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