Muchos conocimos a Kathryn Dawn Lang con este disco, el último de sus Reclines, que llegó en los últimos compases de aquella década en la que sucedió, para nuestros oídos ávidos y párvulos, prácticamente de todo. Desconocedores del contexto y los antecedentes, era fascinante (y desconcertante) descubrir ese rostro orgulloso y andrógino en la portada: k.d. sostenía su sombrero vaquero en un paisaje eminentemente campestre, pero parecía claro a simple vista que no nos encontrábamos ante una seguidora de Dolly Parton o Emmylou Harris.

 

El caso es que Absolute… resultó ser absolutamente fantástico, lo bastante como para que, tantas décadas después, seamos capaces de evocar muchas de sus melodías con solo releer sus títulos: la majestuosa apertura de Luck in my eyes, el refinamiento a golpe de violín de Big boned gal, el pellizco rockabilly para Didn’t I, la fiesta en Walkin’ in and out of your arms. Pero también, puestos a contarlo todo, la devastación de Trail of broken hearts. Dios, ¿cómo podían estar todos aquellos títulos en el mismo álbum?

 

En tiempos muy anteriores a Google, aún llevaría tiempo y sus buenas indagaciones descubrir las claves de esta canadiense fabulosa: lesbiana y vegetariana en un mundo eminentemente conservador, rendida admiradora de Patsy Cline, cómplice de Roy Orbison en aquella emotiva lectura a dos voces de Crying, autora ya de algún otro gran disco vaquero (Angel with a lariat) y del crepuscular y delicadísimo Shadowland. Todo lo que ha venido después (incluso aquella portada tan guasona y morbosa con Cindy Crawford para Vanity Fair) quizá haya sido aún más interesante, pues k.d. se desligó del country para erigirse en verso definitivamente libre, en una crooner liberada de fronteras, territorios o cortapisas. Pero Absolute… era una pequeña gran revolución, un terremoto en los cimientos de Nashville. Ben Mink, productor y coautor de muchas piezas, tendría una buena parte de responsabilidad. Pero la gran culpable fue Kathryn Dawn. Qué tía tan valiente.

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