No hay ni un miligramo de apariencia, jactancia o postureo en el trabajo de La Ronda de Boltaña, una abultada formación de la montaña oscense que hace patria y bandera de la música de las rondas, los pueblos y la herencia de las generaciones pretéritas, aunque ya se encargan ellos de crear sus propias composiciones para dejar bien claro que su mirada apunta siempre al frente y no es mera presa de la melancolía. Así, desde estos posicionamientos terruñeros, periféricos y sustanciales, casi suicidas para los parámetros a los que nos habitúa la vida moderna, llevan 30 años, ¡treinta!, estos artistas del Aragón prepirenaico llenando plazas y ferias con su música cristalina. Y aprovechan la cifra redonda para celebrarlo no con la socorrida antología, sino con un nuevo disco que, en realidad, son dos muy diferentes pero editados de manera conjunta. Por aquello de no aplicar criterios comerciales u ortodoxos ni siquiera con motivo de las onomásticas.

 

El álbum, el séptimo de la colección, lleva por título La estación de las violetas y es una fiesta netamente reivindicativa en torno a la mujer y su presencia capital en entornos rurales y poco poblados. La lista de invitadas para la ocasión, que encabezan las muy ilustres Rozalén y Eva Amaral, permite confiar en que el nombre de estos rondadores trascienda con creces de los círculos folclóricos habituales. Bien lo merecen las músicas y las causas. Pero entre medias surgió la pandemia, el confinamiento, la angustia y unas prácticas preventivas cotidianas como no habríamos imaginado ni en la más estupefacta de nuestras distopías. De aquellos escenarios nacen las siete canciones reunidas bajo el título Un compás de silencio, complementadas con la celebratoria y autorreferencial Treinta años atrás.

 

Un pequeño lío, sí. Y quizá una manera de complicar el concepto de lo que debería ser un álbum de autoafirmación, orgullo y ánimo expansivo con motivo de esos seis lustros de caminos, fatigas y emociones. Muchas emociones. ¿Hemos dicho ya que estos folcloristas en el corazón de Huesca son gente poco pragmática? Es el encanto de la autenticidad, caramba; la impronta de quien ha nacido, como ellos mismos escriben, a las faldas de aquella montaña “tan triste, adorable y desolada”.

 

En este nada paritario colectivo boltañense –en la actualidad, 14 hombres por una sola mujer– destacan las figuras referenciales del acordeonista Manuel Domínguez y del violinista Martín Domínguez, que asume a su vez la composición y la dirección musical. Ambos son los responsables de este prolífico muestrario de textos límpidos e inspirados, de músicas riquísimas en acordeones, gaitas y cuerda pulsada, de ritmos más ternarios que binarios, de apelaciones a la música como expresión genuina a pie de calle, heredada desde los tatarabuelos con el objetivo prioritario de que no se rompa en ningún caso esa ancestral y fascinante cadena de transmisión. Por eso hacen tan buenas migas los oscenses con María Rozalén para la lindísima La tumba de la golondrina, que la cantautora ya había desvelado en su reciente Matriz. Y por eso Amaral, proclive siempre a aceptar retos que nacen de una sinceridad rotunda, se atreve con la fabla aragonesa para Canta d’a luenga matria, refrendo enésimo de que esta zaragozana sale bien parada de todo cuanto anota en su lista de objetivos.

 

Hay otra maña ilustrísima y adorable en la ecuación, Carmen París (El patio de las cariátides), tres valores jóvenes y valiosos como un tridente de esperanza para el tema que da título al trabajo (Ester Vallejo, Ana Diáfana y Emma Sánchez) o la veterana cantautora zaragozana María José Hernández (Pasitos de hada), otra de esas figuras a la que el alejamiento del eje Madrid-Barcelona seguramente le haya privado de una exposición mayor y más merecida. En definitiva, a La Ronda de Boltaña le ha quedado una celebración dispersa e incontinente, pero muy suculenta. Ojalá que a partir de ahora, en el año número 31 de la singladura, se incremente el número de radares que apuntan en su dirección.

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