A ver, recapitulemos. A Fernando Polaino le conocemos todos, aunque ni seamos conscientes de ello. En sus tiempos veinteañeros fundó Los Lunes, banda olvidada con aquel “one hit wonder” clamoroso, “Los años que nos quedan por vivir”. Ha sido brazo derecho de Lichis en los estertores de La Cabra Mecánica; y no digamos ya de Alejo Stivel en los años en que el argentino lo producía todo. De hecho, Fernando rubricó “El pozo de Arán”, aquel single con el que el gaitero Carlos Núñez se propuso sonar en Los 40. Es decir, lleva un cuarto de siglo largo ejerciendo como anónimo ilustre, actor secundario sin el que muchas aventuras no habrían llegado a buen puerto. Y en todo este tiempo no se atrevió a asumir la voz cantante; receloso de su talento frente al micrófono, inmerso en “dudas e incertidumbre”, según admite en las notas de este debut solista tardío. Un debut, lo diremos ya, magnífico, de encanto instantáneo, con el fulgor de quien conoce su oficio y ha macerado estas canciones con tiempo, pausa y mimo. Polaino exhibe una voz tenue pero encantadora; sin cuerpo, pero con poso melancólico y un timbre más jovial de lo que reza el DNI. Abundan los tiempos medios “a lo Urquijo”, las armonías vocales irreprochables, las pinceladas de trompeta, fiscorno, violín y hasta serrucho (gentileza de Diego Galaz, claro). La ironía, la ternura, la asunción de la vida, una diversidad estilística y melódica de la que debería tomar nota nuestra ilusionante y rutilante nueva generación de cantautores. “La traición” es estupenda, como “Las malas lenguas”. Como casi todo, quizá con la única excepción de la autoprofética “Otra inútil canción”. Pero este disco no puede, no debería pasar de tapadillo.

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