Baz Luhrmann es un cineasta particularmente iconoclasta e irredento, lo que suele propiciar posicionamientos muy escorados: o lo adoras o te saca de tus casillas. Con el tratamiento que le confiere a las bandas sonoras le sucede lo mismo, o incluso las dos cosas a la vez (Moulin rouge alternaba, en lo musical, lo adorable con lo detestable), pero a su repaso por la vida de Elvis Presley le sienta muy bien esa mirada entre lúdica, desprejuiciada y colorada, ese estallido de colores chillones sin filtros para amortiguarlos. Elvis horrorizará como disco a los más puristas, pero resulta muy favorecedor para la memoria del Rey. Porque le despoja de esa imagen acomodaticia, como de alcanfor, que fue propiciando a medida que se alejaba del curso de los tiempos.

 

Presley fue un intérprete enorme, qué duda cabe, pero dejó grabadas toneladas de material y tendemos a quedarnos solo con sus grabaciones seminales de rocanrol en Sun Records y la docena de baladas de terciopelo que todos hemos balbuceado junto a algún oído amigo, o pretendido, en alguna ocasión. La película representa un enérgico lavado de cara a esa imagen, puesto que pervierte las grabaciones originales a partir de intervenciones desde ángulos muy diversos, a veces contrapuestos. Las aportaciones más chocantes son las que llegan del rap, pero The king and I, creada por Eminem y CeeLo Green para la ocasión, es espléndida, mientras que Doja Cat o Diplo dan el pego. Yola se desangra y desgarra a golpe de góspel y negritud en una sobertbia mirada en torno a Strange things are happening every day. Pero nada resulta tan adorable como la aparición de Chris Isaak (hijo evidente de Elvis por línea directa), respaldado por su amiga Stevie Nicks, para elevar exponencialmente los encantos de Cotton candy land. El mismo Rey habría llegado muy lejos con esa lectura.

 

La magia de las nuevas técnicas de producción permite diabluras (en todos los sentidos) a partir de las pistas originales de nuestro protagonista, que en Craw-fever o Suspicious minds suena como si acabara de pintarse la raya del ojo. ¿Ingenio o blasfemia? Por favor, rasguémonos las vestiduras solo en las ocasiones en que resulte estrictamente necesario. Nadie quiere suplantar aquí la grabación original, que sigue disponiendo de su espacio inamovible en la inmortalidad. Pero no está nada mal constatar que piezas con seis décadas a las espaldas pueden replantearse con un sonido excitante y modernísimo en el que la voz sigue siendo el ingrediente primordial.

 

Austin Butler, el sosias de Elvis en la pantalla, sale singularmente bien parado de sus visitas a Travel y Baby, let’s play house, en este caso, y al contrario de lo mencionado hasta aquí, con un sonido muy añejo, como si todo el grupo se arremolinara en el estudio en torno a un único micrófono central. En definitiva, parece imposible no sorprenderse durante estos casi 75 minutos de excursión. El cóctel es tan heterogéneo (Tame Impala, Jack White, Måneskin, Stuart Price) que resulta improbable comulgar con todo el catálogo. Pero admiremos la capacidad de Luhrmann para cambiar el paso y salir por peteneras. Eso también tiene mucho mérito.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *