Nada hacía pensar para esta temporada en un nuevo disco de Whitney, teniendo en cuenta que su antecesor, el adorable Forever turned around, se nos había entregado justo a la vuelta del verano de 2019. Tampoco podíamos pronosticar que los de Chicago, en solo su tercer disco, orillasen el hasta ahora irrenunciable repertorio de creación propia para decantarse por un álbum íntegro de versiones. Y si esta decisión avivara nuestro desconcierto, a sabiendas de que muchos de estos trabajos terminan siendo paréntesis y divertimentos sin apenas relevancia, más llamativo aún es que Julien Ehrlich, Max Kakacek y compañía logren salir más o menos bien parados de este juego de las reinvenciones.

 

Lo mejor de Candid es su adorable equilibrio ante las dos grandes disyuntivas que todo disco de versiones aborda. ¿Canciones conocidas o ignotas? Ni lo uno ni lo otro: solo Country roads, take me home, de John Denver, fue un éxito clamoroso en su formulación primigenia, pero no hay pretensiones rebuscadas a la hora de mirar hacia Damien Jurado, The Roches, David Byrne con Brian Eno o Blaze Foley como suministradores de originales. ¿Fidelidad al original o severa reinvención? Nueva bisectriz admirable: Whitney hace que lo ajeno suena a propio sin necesidad de zarandearlo o deformarlo. Y consigue aquello a lo que todo elepé de versiones debería aspirar: quien no conozca las canciones originales bien podría atribuir cualquiera de estas páginas a la pluma de Ehrlich.

 

Así de finos hilan, en efecto, estos magos de lo sutil. Esa especie de falsete perenne en el que se maneja Julien define inevitablemente el espíritu del trabajo, un toque plácido y perezoso que nos sitúa, en lo temporal y anímico, en esas últimas horas de cualquier tarde soleada. La pasión del grupo por la canción de hechuras clásicas queda patente con Hammond song (The Roches), la mencionada Take me home… (enriquecida por la presencia de la adictiva e impronunciable Waxahatchee) o la divina Crying, laughing, loving, lying, de ese geniecillo eternamente infravalorado que se llama Labi Siffre. Pero también encontramos decisiones audaces, como recurrir al r’n’b de Kelela (Bank head), aunque el barniz electrónico del original se transforma aquí en un ropaje mucho más orgánico.

 

Y aún nos queda hueco para un par de benditas travesuras. La primera es High on a rocky ledge (1978), joya de Moondog, ese marciano neoyorquino. Y la segunda, los dos encantadores minutos instrumentales de Something happen, con cuyo autor, Jack Arel, sí que es más probable que debamos recurrir a Google. Se trata, a lo que se ve, de un compositor de bandas sonoras que registró cierta actividad medio siglo atrás, pero que Ehrlich escogió siguiendo un criterio divertido: “que el algoritmo me lleve hasta la mejor canción posible con el menor número de escuchas”. Esta suena, digamos, a una intersección entre Pink Floyd y Morricone. Otro detalle más para refrendar la presencia de Whitney en el lote de nuevas bandas encantadoras.

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