Madre mía, qué barbaridad. David Byrne juega en otra división. O dimensión. Es Messi en un mundo de Alexancos. Alcanza lugares cuya existencia ni siquiera les consta al común de sus compañeros de oficio. Llevaba 14 años sin entregar un material estrictamente solista (desde Grown backwards, 2004) y, aunque los álbumes a medias con Brian Eno y St. Vincent fueron extraordinarios premios de consolación, llevábamos tiempo esperando algo así. Bueno, no: esto.

 

Puede que nunca Byrne se hubiera colocado en nombre propio tan cerca de sus irrepetibles Talking Heads, digamos que en algún punto entre Speaking in tongues y True stories. El panorama actual de unos Estados Unidos desquiciados y paranoicos no permite demasiadas bromas, pero sí un golpe en la mesa de rock ingobernable y altamente vanguardista. Los juegos rítmicos de la inaugural I dance like this conviven con dos de las canciones más adictivas que nuestro escocés ha escrito nunca, Every day is a miracle y Everybody’s coming to my house; con todo, acotaciones radiantes de un hombre sagaz y observador que, a sus 65 años y con el pelo blanquísimo, no lo da por perdido todo.

 

Es admirable el trabajo con Brian Eno, siempre impredecible en sus pautas rítmicas dislocadas; y la creatividad intacta de un hombre capaz de escribir en la piel de una mascota doméstica (Dog’s mind) o asumir la hipnótica machaconería de It’s not dark up here. Lo dicho: David es otro mundo. Y eso sí que tiene mucho de utopía.

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