Ahora que Izaro Andrés ha optado por un golpe de timón con esa singladura por aguas más impregnadas de electrónica, su paisana Idoia Asurmendi llega en un momento oportunísimo para ocupar ese espacio de canción reflexiva, sosegada y de madurez precoz, ante la evidencia de que nuestra protagonista ni siquiera ha completado aún su primer cuarto de siglo de vida. La cantautora alavesa de Aramaio se dio a conocer en plena pandemia con un trabajo de una espontaneidad y lucidez ya inesperadas, Ilun eta abar (2021), pero ahora se gradúa por todo lo alto con un sonido orgánico, minucioso y exquisito, aromas a madera y tierra mojada, una intensidad emocional más propia de la generación de sus padres y el arrojo de una desnudez temática en la que no hay margen para andarse con tapujos. Porque Idoia le canta a sus propios miedos y recuerdos, lo hace sin circunloquios ni temblores, aplica esa misma serenidad que acaba transmitiendo y contagiando a un oyente que no tiene por qué ser coetáneo suyo.

 

Parece, a tenor de la inaugural 9 de febrero, que nuestra joven protagonista siente el vértigo del primer refrendo artístico (su álbum de debut se tradujo en una gira con más de 60 conciertos por Euskadi, Cataluña, Aragón y Madrid) y la incertidumbre ante un futuro siempre inaprensible. Pero Idoia domina ya muy bien esa aparente fragilidad entreverada de templanza que han hecho grandes a otras compañeras de generación, en particular Valeria Castro. 9 de febrero suena a Nina de Juan (Morgan) de la misma manera que Mi vida huele a flor remite sin disimulos al magisterio de Sílvia Pérez Cruz, no en vano el principal ejemplo y referente en el santuario personal de la propia Castro. Y así se cierra un círculo precioso de influencias y retroalimentaciones, todas ellas enriquecedoras.

 

Puede aducirse que el discurso autoreferencial limita el alcance de De amar y desandar y convierte estas ocho canciones en un bucle ensimismado, en un ejercicio de exploración personal que en parte se desentiende del prójimo, del otro. Hay algo de cierto en ello, igual que la figura de Elvira Sastre como principal referente poético encontrará más partidarios entre la generación Z que en el público más adulto. Pero la autenticidad y la hondura de Asurmendi la convierten en un hallazgo evidente. Y a ello sumamos esa espontaneidad tan generacional a la hora de abrazar distintos aprendizajes e influencias, desde el chispazo colombiano para Un último baile bajo el aguacero hasta el fino sirimiri del terruño en la orgullosamente vasca Sarearena. Escribir libretos a mano y finalizar un álbum con una pieza titulada Alma, a los 24 años de edad, es un pequeño milagro que no podíamos pasar por alto.

 

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