Nada como un disco de Wilson Pickett para colocar sobre el giradiscos, subir la rueda del volumen lo que autoricen autoridades y vecinaderio e incendiar el salón con seguramente una de las tres o cuatro voces más abrasivas que haya conocido el planeta. I’m in love no es una excepción a esta regla, pero aporta dos peculiaridades que lo hacen particularmente apetecible a la hora de decantarnos por un solo álbum de nuestro ídolo de Alabama. La primera, llegó justo después de su avalancha de éxitos mayúsculos, desde In the midnight hourLand of 1,000 dancesMustang Sally, Ninety-nine and a half634-5789, por lo que el material no lo tenemos tan trillado en nuestra memoria auditiva. Y la segunda, aporta una dosis mayor de lo habitual respecto a las baladas y el ardor romántico, por lo que la audición se vuelve más versátil de lo que acostumbramos con un vocalista de características tan volcánicas.

 

Pero que nadie se lleve a engaños: en I’m in love encontrará fuego puro. Y una colección característicamente breve –diez cortes, 25 minutos apenas–, más pensada como sucesión de cortes individuales que como concepto mínimamente global. El hilo conductor, en todo caso, es aquí la excelencia. Y no parece poca cosa.

 

Lo explicaba un asombrado Jon Landau, el entonces jovencísimo reportero de Rolling Stone, en las notas originales de contraportada. La clave estaba en la primorosa y experimentada base rítmica, con Tom Cogbill al bajo y Gene Chrisman sacudiendo las baquetas. Y es cierto que su química convierte en cálidas y a la vez furibundas las aproximaciones a la imperecedera Stagger Lee (famosísima en manos de Lloyd Price, aunque la lectura que ahora nos ocupa seguramente supere incluso la de James Brown)Hello sunshine, por donde también asoma la leyenda del saxo King Curtis. Pero es difícil hacerle de menos a una sola entrega de la colección. Sobre todo a las aportaciones de Womack, que a los 24 añitos era ya capaz de suministrar el tema inaugural, un Jealous love con regusto a blues y melodrama; y el apoteósico capítulo final, ese I’ve come a long way con el que Pickett hace sombra al mismísimo Otis Redding.

 

En realidad, cualquiera de los 10 discos que Wilson entregó al sello Atlantic, en imparable maratón entre 1965 y 1971, bien merece la pena. El cambio de escudería (RCA, a partir del 73) le sentó regular y la enfermedad nos lo arrebató demasiado pronto, con apenas 64 años. Pero este legado, disponible en la suculenta cajita The complete Atlantic albums collection, le sobrevivirá –nos sobrevivirá– siempre.

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