Quienes han tenido ocasión de tratar con Timothée Chalamet tienden a retratarlo como un artista arrogante, un joven con tendencia demasiado precoz al engreimiento; tan seguro de sí mismo y de su propia grandeza que acaba volviéndose grandilocuente y antipático. Puede que en todo ello haya una parte de razón, pero, aun en el caso de que el diagnóstico fuera rigurosamente cierto, los recelos desde una óptica personal suponen una manifiesta pérdida de tiempo cuando lo único que a la postre nos importa es el resultado artístico. Y el trabajo de Chalamet es tan insultantemente brillante en el biopic de Dylan que cualquier otra objeción se vuelve ridícula. Tanto si nos repantingamos frente a la pantalla como si nos limitamos, como es ahora el caso, a sentarnos en el sofá mientras el tocadiscos gira a nuestra vera.

 

A este muchacho del que no dejamos de estar prendados desde los días de Call me by your name apenas le conocíamos sus méritos cantores, con la excepción de los momentos en que Wonka se transformaba en musical y había que resolver las escenaas coreografiadas propias de ese tipo de ocasiones. Pero lo de A complete unknown es un reto completamente distinto, y además de enorme magnitud y difícil resolución. Primero, porque, como rezaba el viejo adagio publicitario de Columbia Records, ya en aquellos años sesenta, “Nobody sings Dylan like Dylan”. Y después porque colocar a un virtual principiante frente a la obra ya casi sacrosanta del bardo de Duluth parece un cometido envenenado y, a la postre, suicida. Pero el presuntamente altivo Chalamet aprovechó que la pandemia dilataba la producción del largometraje para rehusar la idea original, la de un doble de voz, y afrontar tan particular Everest en su casi inexplorada faceta cantora. Y el resultado es de una estatura no ya inesperada, sino pasmosa.

 

Cualquier artista de renombre se habría congratulado con facturar versiones dignas de Highway 61 revisitedSubterranean homesick blue, It’s all over now baby blueI was young when I left home o Like a rolling stone, pero el chaval neoyorquino sobrepasa con creces el remedo y no se conforma solo con imitar al original, sino que lo asume y evoca desde la expresión propia de un muchacho de 29 años en pleno siglo XXI. Es un equilibrio dificilísimo, ese de aplicar un aire dylanita sin convertirse en un émulo vulgar, pero en esa delgada línea coloca Timothée los dedos de los pies y, cual bailarín, transita por una docena larga de títulos que pertenecen ya no solo al cancionero básico de los años sesenta, sino al patrimonio inmaterial de la humanidad.

 

No tenemos muy claro qué más haría falta para llevarse un Óscar en reconocimiento a un prodigio más propio de funambulistas que de actores o músicos, dicho sea sin quitarle méritos a Adrien Brody ni a ninguna otra estrella rutilante. Pero el mérito de Chalamet es tan colosal que esta banda sonora, a priori destinada al capricho completista de los más dylanianos, acaba convirtiéndose en guinda para el pastel de nuestra colección. Y por si fuera poco, la aún apenas conocida Monica Barbaro empasta fabulosamente en su papel de Joan Baez cuando el guion propicia que coincidan ante el mismo micrófono: en Don’t think twice it’s all rightBlowin’ in the wind y, sobre todo, Girl from the north country. No, esto no es ningún pastiche hollywoodiense, sino un encantador ejercicio fílmico y musical de devoción por nuestro Premio Nobel favorito.

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