Los dylanitas son (somos) seres ávidos e insaciables, deseosos de escrutar hasta el último minuto registrado por su ídolo aunque fuera en la más remota y descuidada de las sesiones de grabación. El interés está justificado las más de las ocasiones, porque Dylan es muchísimo Dylan y rara vez ha dado puntada sin hilo a lo largo de estas seis décadas eternamente quintaesenciales. De ahí el encanto y trascendencia de muchas de sus Bootlegs series, que andan ya por la entrega número 15 y aún deberían darnos unas cuantas alegrías, pese a los primeros indicios de agotamiento o de inviabilidad comercial. Pero lo asombroso es que de esos archivos inabarcables estén aflorando nuevas publicaciones oficiales que ni siquiera se contabilizan en la serie.

 

Ya sucedió hace un par de temporadas con The Rolling Thunder revue – The 1975 live recordings, una locura de ¡14 cedés! con todo lo registrado durante aquella gira apasionante, aunque hay que ejercer una militancia desbocada para demandar todas y cada una de las interpretaciones de títulos una y otra vez repetidos. Y vuelve a acontecer ahora con este triple cedé interesantísimo y extraordinariamente ameno que rescata el trabajo en estudio que permanecía inédito de las sesiones en la Columbia neyorquina datadas del 3 al 5 de marzo, 1 de mayo, 1 al 5 de junio y 12 de agosto de aquel año. Tres horas y media, como lo oyen, de tomas nunca hasta ahora desentrañadas, un complemento fabuloso para aquel Another self portrait que, ese sí, en 2013 obtuvo hueco en las Series como su décima entrega.

 

El gran atractivo, sin duda, radica en los nueve cortes que Dylan comparte el 1 de mayo con George Harrison, justo tras la disolución definitiva de los Beatles y cuando los dos genios andan compartiendo escrituras que aflorarán tanto en All things must pass como en New morning. Ahí afloran dos versiones sencillamente adorables, All I have to do is dream (Everly Brothers) y Matchbox, un clásico de Carl Perkins sobre el que ya habían trabajado los de Liverpool. También tiene mucho encanto el muy improvisado popurrí entre I met him on a Sunday y Da doo ron ron, mientras que la decepción la anotamos en la lectura del Yesterday de McCartney, abúlica, mohína y desacompasada.

 

Este Dylan de 1970, en cualquier caso, se retrata como un tipo feliz, radiante, imponente en su condición de género en sí mismo, con su capacidad sin límite de alternar electricidad y sosiego acústico, acercamientos al country o a la música de raíz, manifiestos de canción de autor y monumentos compositivos entonces emergentes, como el repertorio que acabará cobrando corporeidad a finales de año con New morning (¿el mejor álbum minusvalorado de su historia?). Sign on the window, por ejemplo, que en el disco pasó más desapercibida, aquí se percibe en toda su enormidad. Y no es Harrison el único escudero rutilante en unas jornadas de trabajo por las que desfilan luminarias como Russ Kunkel (batería), David Bromberg (guitarra, dobro) o el violín de Emanuel Green.

 

Pero las aportaciones más fabulosas son, sin duda, las del teclista y organista Al Kooper, ya desligado por entonces de Blood Sweat & Tears. Solo por escucharle junto al jefe, mano a mano, en Three angels (4 de junio), ya merecería la pena este 1970. Una nueva constatación, ya definitiva, de que aquel Self portrait deslabazado y errático, casi suicida, fue un accidente fruto de la sobreproducción y del desconcierto de la época.

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