Lo de Fito Mansilla parece un caso de conducta temeraria, o tal vez abiertamente suicida, pero quizá en eso mismo radica una parte de la fascinación que sugiere este álbum. Mansilla no es un cantautor joven ni recién llegado ni demasiado conocido, como corresponde a quienes operan por libre y no se ajustan a razones ni se atienen a parámetros. Pero nadie en parecidas circunstancias se embarcaría en el lanzamiento de un álbum doble que suma hasta 27 canciones y supera con holgura la hora y media de minutaje.
Cualquier consejero juicioso se lo habría desaconsejado, de manera tan cordial como categórica, pero este madrileño de Parla –reubicado ahora en un pueblito de Ávila– es amigo, bien se ve, de las periferias. Así que Canciones de amor y guerra – Manual de salvación, título larguísimo y solemne, es la obra de un francotirador de la poesía cantada, un lobo solitario que, ajeno a cualquier dictamen de la mercadotecnia, se nos abre en canal con una obra no ya solo prolija, sino dispar. Porque el primer y el segundo disco no parecen las dos mitades de un todo, sino sendas opciones de discurso: la primera, más eléctrica y americanizada; su prolongación, más afín a los postulados clásicos de la canción de autor.
En esas primeras 14 piezas refulge el Fito más musculado y enérgico, un tipo nunca complaciente pero siempre bien documentado que no desdeña ciertas pinceladas electrónicas en los arreglos (Paraíso, Meteosat) y termina instalado en un tercio final de espléndido folk-rock de escuela californiana, con cortes que hoy desatarían suspiros entre los seguidores de Quique González (A de estrella). Aunque antes se cuela una excelente diablura de aire experimental junto, cómo no, al ex Piratas Fon Román, y una escala en el continente hermano por mediación de Nano Stern para Manantial, canción redondísima… de no ser por su flagrante parecido melódico con el Romance anónimo que aprenden todos los alumnos de guitarra.
El segundo álbum resulta algo más predecible pero sobre todo más irregular. Empieza con El gran truco, pop eufórico (y esdrújulo) sin freno de mano, antes de adentrarse en las habituales odas amorosas; algunas, con razonable componente lúbrico (El incendio de los sueños) y otras, adscritas al subgénero de las pérdidas-seguramente-irreparables (“Aunque ya jamás sabré tu nombre, en canción yo te convertiré”, descubrimos en Cercanías). Y luego están las otras ausencias, las que de verdad dejan un hueco que ya no hay manera humana de cubrir (Madre).
En su caleidoscopio particular de batallas, conquistas y fracasos, Mansilla encuentra margen para los arreglos de cuerda (Tengo una musa) los guiños al universo vaquero y las baterías galopantes, como ya sugiere hasta en el título Mi diosa americana. Pero cuando se maneja tanta munición, siempre hay alguna bala que se desperdicia: Divinidad #2 es un recitado poético sobre fondito de piano que parece innecesario y, sobre todo, anticlimático, un traspiés prolongado con la solemnidad engolada y sintetizada de Dime que sí – Divinidad #3. También ofrecen dudas, más allá de la ternura, esas grabaciones domésticas de amor paternofilial que jalonan Los paisajes fugitivos, así que cuando llegamos al tema titular y esa voz rasgada y emotiva (“Yo, un breve lapso de todo, comprendí que hay batallas que son cosas de Dios”), recuperamos el mejor pulso de un disco quizá no impoluto, pero sí interesantísimo. No dejen que se les pase por alto.