Ha tardado una enormidad Hamilton Leithauser en dar por finiquitado su cuarto álbum en solitario, pero, lejos de agasajarnos con un trabajo prolijo, minucioso y extenuante, horneado una y otra vez hasta dejar bien crujientes cada uno de sus rebordes, sorprende con una obra breve, urgente y expeditiva, un regreso sin paliativos al rock guitarrero: nueve canciones que ventila en media hora exacta y que nos dejan con esa sensación de los restaurantes modernos y creativos en los que nunca nos importaría un poquito más de generosidad con la porción del postre. Quizá, después de todo, es justo eso lo que buscaba nuestro amigo de Washington: en vistas de que la escritura comenzó hace ¡ocho! temporadas y la grabación dio sus primeros pasos en pleno estallido vírico, y llega hasta nuestros oídos cuando el terrible hombre del pelo naranja vuelve a ejercer como amo del universo, puede que este chute instantáneo de ardor y proteína sea de lo mejor que podamos proporcionar a nuestras mentes macilentas.
El otrora hombre fuerte de The Walkmen había evitado hasta la fecha paralelismos con su banda matriz cuando afrontaba un reto en nombre propio. En particular, su segundo trabajo, I had a dream that you were mine (2016), rubricado junto a Rostam Batmanglij (ex Vampire Weekend), era un prodigio de elegancia crooner con el que parecía oficiar el ritual del paso a la cara B de la vida misma, a su segunda mitad. Pero la gira de reencuentro de los Caminantes, hace un par de temporadas, puede haberle reconducido a la senda del indie y el power-pop y el ansia por un sonido urgente, como sugiere incluso su aspecto desaliñado pero nada vacacional que le otorgan las bermudas y la camisa estampada con que le descubrimos en la imagen de contraportada.
Toca remangarse, parece decirnos nuestro protagonista. Y desde Fist of flowers, con su voz arrastrada como un Julian Casablancas cualquiera,y ese irresistible “Doo doo” que atraviesa los coros a lo largo de sus tres minutos, queda claro que nada le va a detener en su empeño.
Hamilton presume de la presencia de su esposa, Anna Stumpf, apuntalando la excelente producción del álbum, aunque algunos de sus momentos más crepitantes y sabrosos acontecen cuando evoca catástrofes sentimentales previas. Y es del mismo modo imposible no reparar en el papel en la sala de máquinas del siempre distinguido Aaron Dessner (The National), cuya mano acaricia los controles en siete de los nueve cortes y a la que quizá podamos atribuir ideas tan brillantes como ese saxo tenor medio afónico que emite oscuros destellos a lo largo de Ocean roar.
En esa autoexigencia severa que deducimos de su prolongadísimo proceso de escritura, Leithauser se encariña de la marimba en What do i think? (donde su inflexión de voz a ratos casi colisiona con la de David Byrne) como se divierte con la directísima y casi punk-pop Knockin’ heart o recae al fin en un tiempo medio en Off the beach, para lo cual hemos tenido que avanzar ya hasta el sexto capítulo de la historia. Esta isla de Hamilton acaba por recorrerse en un suspiro, pero no dudemos en concederle sucesivos paseos: siempre acaban encontrándosele novedosas perspectivas.