No será sencillo encontrar un ejemplar en formato físico de esta majestuosa joya irlandesa de 1971, vestigio de un periodo remoto en el que, alejados de los grandes focos, los músicos de vocación tradicional eran capaces de erigirse en tipos orgullosos de sus ancestros y comprometidos con la salvaguarda de melodías que, siglos después, siguen dispuestas a procurarnos abrazos efusivos. Skara Brae fue una aventura efímera, pero a sus artífices nos los encontraríamos con el tiempo en otros frentes no menos notables, y en ocasiones hasta más ilustres. La espina dorsal la integraban los hermanos Ó Domhnaill: Micheal Ó Domhnaill (a quien recordamos, dulce y contemplativo, de entrevistarlo en los primeros años noventa, y al que perdimos demasiado pronto) y las celestiales Mairéad y Tríona, esta última una auténtica adolescente. Completaba la alineación Daíthí Sproule, el hombre barbado de las gafas de pasta: otro pipiolo de 21 años apenas, por mucho que adoptara esa pose intensa sobre lo que parece una lápida.
A Sproule volveríamos a localizarlo en un par de décadas más tarde en los maravillosos Altan, lo más parecido a una superbanda que existió en la isla esmeralda en el último cuarto de siglo. Los hermanos (salvo Mairéad, que pasó largas temporadas desvinculada de la actividad musical) acabarían integrando tanto Relativity como, sobre todo, Nightnoise, banda de folclor bajo una óptica casi new age que a los puristas isleños provocó urticaria. Desaforada, conviene advertir: en España gozaron de popularidad abrumadora en la transición de los ochenta a los noventa, y algunos de sus capítulos siguen pareciendo de una finura exquisita, envidiable.
Skara Brae era otra cosa bien distinta: era tradición en vena. Tres o cuatro voces empastadas, bellísimas, fascinantes, con el único respaldo instrumental de la acústica de Sproule, uno de esos maestros del fingerpicking que por entonces proliferaban en el Mar del Norte, siguiendo a John Renbourn o Bert Jansch. Skara Brae era la belleza prístina, la pureza, una hermosura frágil e irrecuperable. Volver a 1971 es más aún que volver a los 17. Una banda que tomaba su nombre de un asentamiento neolítico en las remotas islas Orcadas implicaba algo más que un compromiso con la raíz. Era un humilde golpe de cincel en una historia milenaria, seguramente eterna.