A mediados de los años setenta, Vangelis Papathanassíou había renunciado a integrarse como teclista en Yes, una oferta que cualquier compañero de oficio habría aceptado desde el primer minuto (Patrick Moraz acabó siendo el agraciado) y ejercía ya como un muy hábil compositor de bandas sonoras (L’apocalypse des animaux, Ignacio), pero su verdadera dimensión como artista  relevante y ambicioso se plasmaba en los trabajos en primera persona.Albedo 0.39, si ya pareció galáctico y apoteósico en su día, hoy más bien parece un hito que muy pocos se verían en condiciones de refutar. Sobre todo, por un concepto sonoro tan revolucionado, tan avanzado para su tiempo, que cuesta pensar en alguien capaz de emularlo un buen puñado de décadas después. Albedo… era el sonido del espacio exterior, una sinfonía para el mismísimo Sistema Solar. Resultaba sencillo transportarse a un espacio remoto: el sonido de este disco te levantaba la tapa de los sesos. Tantos años después, no mueve tanto a la nostalgia como a la admiración: Vangelis sería un tipo raro, huraño y misterioso, pero le sobraban motivos para el amor propio.

 

Habían transcurrido apenas cuatro años desde la disolución de Aphrodite’s Child, donde compartía créditos con Demis Roussos, pero en 1976 Vangelis ya se encontraba, y nunca mejor dicho, en otra dimensión cosmogónica. El albedo era, según descubrimos en los créditos, “el poder reflectante de un planeta u otro cuerpo no luminoso”, una variante que en el caso de la Tierra se cifraba en el 39 por 1.000 (de ahí el 0.39). No fue suficiente para aficionarnos a la astronomía, pero sí a esa avasalladora generación de la música electrónica que parecía en permanente disposición de ponerle banda sonora a los documentales sobre la NASA. Pulstar, el fabuloso tema inicial, se convertiría unos años más tarde en sintonía insuperable para Cosmos, la serie de Carl Sagan. Pero el oyente español aún la asociará con la ráfaga de informativos en la cadena Cope durante más de una década.

 

Vangelis se encargó de todo: composición, producción, arreglos e interpretación de un arsenal de sintetizadores analógicos, pero también batería, bajos y algún xilófono. En la grabación solo se cuela, para el tema que le da título, la voz del ingeniero de sonido, Keith Spencer-Allen, que enumera cual cantinela monótona una serie de parámetros físicos del planeta. Todo sigue abrumando: la preciosa melodía orientalizante de Freefall, la sencillez creciente e icónica de Alpha (otra piedra angular en la trayectoria del griego) y, sobre todo, los ocho minutos de improvisación extenuante para Main sequence, donde los plácidos paisajes de ciencia ficción dejan paso a un severo trajín de jazz progresivo y teclados que imitan guitarras eléctricas, a la manera de Emerson, Lake & Palmer. Muchas emociones en 42 minutos: no todos los días viajábamos a decenas de miles de kilómetros de casa.

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