Dios, Bryan: qué tío más grande. Qué clase, qué magnetismo, qué portento. Qué manera de lucir la pajarita: no conocerán a otro igual en estos entornos de la música popular, tradicionalmente un poco zarapastrosos. Y qué capacidad de impregnarlo todo con su personalidad, con un sello inconfundible y seguramente inimitable. Recuperar el trabajo de este caballero durante los setenta es un permanente sentido del asombro. Porque hablamos hoy de su segundo disco en solitario, pero grabó cinco casi consecutivos… al tiempo que sentaba las bases del rock más artístico, sensual y ardoroso al frente de Roxy Music. Todo a la par, en un reducido puñadito de años, sin un traspiés: solo una confluencia mágica de talento y carisma.

 

Ferry es de esos tipos que te hipnotizan. Y este disco, casi coetáneo de una obra maestra de los Roxy como For your pleasure, es un ejemplo maravilloso. Casi todo su repertorio es ajeno, pero Ferry no se conforma con hacer versiones: vampiriza los originales, se empapa de ellos, los impregna de él hasta la última nota. Ha grabado docenas de composiciones de Dylan, pero nuestra favorita aparece aquí: It ain’t me babe. Es capaz de adentrarse en títulos tan dispares como You are my sunshine y (What a) wonderful world y que parezcan escritos por una misma persona: él, en concreto.

 

Dispone de una banda demoledora, implacable, tan cruda como tórrida. Se explaya en su inusual registro agudo para Funny how time slips awayY aporta uno de los mejores originales de toda su carrera como tema central y cierre del álbum. Una fiesta. Un regocijo. ¿Cómo negar la evidencia?

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