Nadie parece haberle reservado hueco en la memoria a este trío londinense que un día quiso liderar las clasificaciones del synthpop pero no pasó de firmar algún éxito puntual, curiosamente más por tierras estadounidenses que a orillas del Mar del Norte. De existencia fugaz y azarosa, tanto como para haber modificado su nombre del Huang Chung original a este Wang Chung del segundo álbum, a la banda nunca se le valoró en demasía su aproximación estilosa a la new wave, la incorporación de elementos sonoros prestados de las músicas orientales ni la excelencia gráfica que les acompañó siempre, empezando por esa preciosidad de portada. Ay, qué injustos somos a veces.

 

Todo pretendía resultar comercial y accesible, pero en los tiempos de Ultravox, OMD o Simple Minds no hubo manera de emplazar a los Chung en un nicho adecuado y duradero. Ni siquiera el público reparó en el detalle de que el cantante, guitarrista y compositor de la banda, Jeremy Ryder, había preferido rebautizarse como Jack Hues para lanzarle un guiño cultureta al “J’accuse” de Émile Zola. Así las cosas, Points on the curve se quedó casi en anécdota en las listas británicas, donde se les afeó una producción hierática que era, por lo demás, la más generalizada de la época. Y solo al cruzar el charco, ya en los primeros compases de 1984, el mundo reparó en el encanto discreto y fenomenal de Dance hall days, un medio tiempo de ritmo casi tribal y estribillo tan entrecortado como adictivo.

 

La fórmula es hija de su tiempo (producía Chris Hughes, de Adam’s Ants), pero a más de un escéptico le sorprenderá hoy refrendar su solvencia. Guitarras y sintetizadores rivalizaban en un mano a mano siempre más decantado hacia la segunda opción, la batería y ritmos tenían un cierto aire robótico y Ryder/Hues cantaba, en consecuencia, con precisión desapasionada, así como un Daryl Hall rebajado de glóbulos rojos. ¿Una guía de pequeños tesoros que desempolvar? Veamos: Wait (luego reaprovechada en la banda sonora de Vivir y morir en L.A.) y su bajo a lo Frankie Goes To Hollywood, las escalas pentatónicas en Don’t by my enemy o Even if you dream, la querencia medio jazzística para True love. ¿Ven como al final no fue tan mala idea recuperar a nuestro patito feo ochentero del pop con sintetizadores?

 

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