Todos los respetos, honores y parabienes para ese hombre que a sus 79 años conserva aún el coraje de presentársenos en la portada a pecho descubierto, una metáfora no tanto de coquetería como de honestidad. Ojo: toca hincar la rodilla en tierra y brindarle nuestro reconocimiento a Albert Louis Hammond, aunque muchos solo tendrán una vaga idea sobre su figura y si acaso le recordarán en aquel éxito delicioso y efímero en solitario a principios de los setenta, It never rains in Southern California. Ahora este Body of work no llegaremos a considerarlo un disco impecable ni exento de mácula, porque no lo es; pero sí supone un acontecimiento de primera magnitud: el arrebato de generosidad y amor propio de un hombre que figura entre los más importantes compositores vivos con domicilio en España y que llevaba la friolera de 18 años sin entregar un nuevo elepé con piezas de estreno.

 

La espera se contrarresta con una catarata de nuevos títulos, nada menos que 17, encaminados a refrendar la solvencia de un hombre al que lo derechos de autor aseguran una existencia plácida para él y varias generaciones de herederos, y que, en consecuencia, podría dedicarse a la descansada vida en lugar de emprender una nueva aventura fonográfica a las puertas de adquirir la condición de octogenario. Pongámonos solemnes antes de continuar: hablamos del caballero de cuyos dedos nacieron The air that I breathe para The Hollies (con la que además ganó una acusación de plagio a Radiohead, que se inspiraron en ella más de la cuenta para Creep), la fabulosa balada When I need you (Leo Sayer), el exitazo olímpico para Whitney Houston en One moment in time, el paradigma ochentero de rock de pabellones con Nothing’s gonna stop us now (Starship), la fantástica I don’t wanna lose you en la resurrección de Tina Turner de aquella misma década, la preciosísima Entre mis recuerdos de Luz Casal o, que suenen las fanfarrias, ese To all the girls I’ve loved before con la que Julio Iglesias conquistó el mercado estadounidense bajo el padrinazgo de Willie Nelson, y sin que a nadie le importase el simpático acento guiri que por entonces se gastaba.

 

Por resumir: Hammond es, además de progenitor del integrante de The Strokes Albert Hammond Jr., uno de los autores vivos más eclécticos y exitosos que nos quedan en medio planeta, y no digamos ya al sur de los Pirineos. Así que encontrarnos con la reaparición de este británico gibraltareño felizmente afincado en la provincia de Cádiz es un motivo innegociable de felicidad, con independencia de que el disco, irregular y no siempre impoluto, quede lejos de la condición de obra maestra.

 

La resurrección artística tiene aún más mérito si reparamos en la intrahistoria, puesto que el firmante llega de un proceso de divorcio peliagudo y además ha tenido que hacer frente a algunas averías en la salud, y no pequeñas: una enfermedad autoinmune acabó provocándole atrofia vocal, una pesadilla aún mayor desde la óptica de un cantante. Pero el cambio en el timbre vocal, ahora más arenoso y crepuscular, le sienta muy bien al de Gibraltar: puede haber perdido esa dulzura prístina de sus años de gloria, pero las cicatrices del tiempo y la vida le convierten en un intérprete crudo, transparente y firme en la asunción de las heridas, como aquel Johnny Cash que se terminó poniendo en manos de Rick Rubin para expresar mejor que nadie las honduras propias del último trecho del camino.

 

Es ese Hammond que se sobrepone a los arañazos quien tiene el cuajo de arrancar con la excelente Don’t bother me babe, eléctrica y briosa como para aguantar el examen de un pabellón deportivo; y el mismo que 16 cortes después decide que caiga el telón con la desnudez temblorosa y emocionante de Goodbye LA, una balada sentida, íntima y confesional que marca un sendero apenas explorado en Body of work. Y que propiciaría réditos maravillosos, si se nos permite el augurio, para una eventual prolongación de este reencuentro con las obligaciones fonográficas.

 

Entre medias, pónganse cómodos para una travesía de casi una hora de duración que proporciona escasas sorpresas, pero sí un menú ameno y dignísimo. El clásico trovador amoroso de los buenos tiempos reaparece en piezas como Young Llewelyn o Bella Blue, el brillo instantáneo de los sesenta alumbra los pentagramas de Gonna be alright y el enfado respecto a los vicios de la muy contemporánea sociedad de la (des)información no admite disimulo en The American flag, una disección enfadica y picajosa, pero necesaria, que no se queda muy lejos de las recientes diatribas de Van Morrison en modo gruñón.

 

Es imposible no reparar en ese paréntesis vitriólico, pero Body of work es, por lo general, el álbum amable de un hombre que ha triunfado en la vida y al que los contratiempos no le impiden sentirse satisfecho y en paz consigo mismo. Y que incluso se permite devaneos con los sintetizadores y las programaciones para Looking back, aunque el resultado sea más simpático que atinado. Detalles menores. Lo mollar es contar, de nuevo, con un grande en disposición de plantarle cara a los amnésicos y disputar el partido de la vida, con la intensidad que se merece, hasta el silbato definitivo.

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