Muchos seguidores se quedaron atónitos en 1977 cuando su cándida, celestial y adorada asomó por las tiendas con este Blowin’ away. Y no solo por la portada, ciertamente pavorosa, sino también por el contenido, que se alejaba de lo que pudiéramos pensar para la gran diva del folk americano y prefería adentrarse en los territorios del folk-pop para onda media: elegante y sosegado, amigo de la sofisticación pero no de la extravagancia. Hubo quien pensó que Baez se había visto abocada a esta mutación por presiones discográficas o del entorno, quien quiso creer que no se sentía cómoda bajo esta nueva piel. Hoy, sin apriorismos, merece mucho la pena redescubrir estas diez canciones semiolvidadas para caer en la cuenta de que tenían mucho encanto. La propia Joan Chandos Baez las reivindicó en las páginas de su autobiografía, A voice to sing with: lo catalogó como “un buen álbum”, pero aprovechó para confesar que su carátula era “terrible”.

 

En realidad, debemos pensar más en mujeres como Linda Ronstadt que en el festival de Newport a la hora de ponernos en situación con este decimonoveno vinilo de la neoyorquina. Es más, la Ronstadt grabaría I’m blowin’ away, el maravilloso original de Eric Kaz para Bonnie Raitt, apenas un año más tarde. Joan acababa de cambiar de escudería discográfica (de A&M a Portrait, la flamante nueva subsidiaria de CBS) y aprovechó para renovar el fondo de armario. Al igual que en el caso de Linda, nuestra protagonista quiso rodearse de un equipo solvente y rutilante en la grabación, luminarias de los estudios como Wilton Felder, Joe Sample (saxofonista y pianista de los Crusaders) o el también teclista Larry Knechtel. Y con las espaldas bien protegidas, echó a volar.

 

El resultado es un híbrido pintoresco, mezcla perfecta de originales y versiones con la que Baez avalaba una amplitud de miras que muchos, desde la ignorancia, le habrían negado. Su voz prístina y majestuosa le sentaba bien tanto a Sailing, con la que Rod Stewart había arrasado muy pocos meses atrás, como a un clásico jazzístico de las dimensiones de Cry me a river. La amplitud de miras le acercaba hasta una orilla tan impensable como la de Traffic, la banda de Steve Winwood y Jim Capaldi (Many a mile to freedom), mientras ella misma testimoniaba su devoción por Stevie Wonder al dedicarle Miracles. Y para los amantes del gesto ojiplático, aún quedan por descubrir los dos originales más insólitos y meritorios: el sardónico Time rag, una diatriba contra las casas de discos y el precio de la fama, y el encantador The alter boy and the thief, retrato delicioso de un bar de ambiente y guiño manifiesto de la Baez al público gay. Un colectivo que siempre la consideró de los suyos y al que, en aquellos momentos aún de estrecheces mentales, no era tan sencillo explicitar el aprecio. Ya ven: la portada no era aquí la única sorpresa, dentro las había mucho mejores.

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