Habrá podido adoptar Lana del Rey decisiones artísticas más o menos dudosas. Tendrá que aclarar algún día si sus préstamos, como aquel de Creep (Radiohead) para Get free, era homenaje, descuido o abierto plagio. Y sí, de acuerdo, no parece la opción más idónea para animar el cotarro cuando se sube encima de las tablas, y menos aún en el ambiente de exaltación (a los amigos, a los congéneres, a las sustancias varias) que suele ser consustancial a los festivales. Pero resulta que, en apenas siete años de carrera, la diva lánguida neoyorquina se anota ya el que es su ¡sexto! álbum. Y sucede, sobre todo, que este NFR! (las siglas se erigen en versión mojigata del título) es, con cierta probabilidad, el más notorio, solvente e inspirado de la colección. No, no esperemos grandes revoluciones ni, menos aún, súbitos impulsos a hundir el pie en el acelerador. Norman… es un disco francamente extenso (sus buenos 68 minutos), reposado, hipnótico, quizá también narcótico. Concebido desde las entrañas, desde un una congoja contenida pero profunda. Solo así puede acabar naciendo una pieza como How to disappear, nociones prácticas para desaparecer que se encapsulan entre colchones sintetizados, notas marginales de trip-hop y un latido que no sobrepasa las 50 pulsaciones. Lana demanda atención y tiempo, dos valores casi impensables en las sociedades teóricamente avanzadas del año 2019. Y por eso lo mejor de este álbum, y quizá de cuanto le hayamos escuchado hasta ahora, lleva por título Venice bitch y se prolonga por espacio de nueve minutos largos: tiempo suficiente no solo para que ella se explaye con esa “puta veneciana”, sino para encontrarnos con unos alucinantes teclados analógicos que remiten al rock progresivo de nueve o 10 años atrás. Sí, puede que la entrega se pueda aligerar en tres o cuatro cortes del último tramo, el más susceptible de incurrir en redundancias. Pero a Lana, después de lo aquí escuchado, ya no podremos dejarla de tomar muy en serio.