Una aureola de magia, misterio e incertidumbre ha rodeado siempre a Midlake, una banda excepcional de la que nunca se sabe bien qué esperar, y mucho menos cuándo. Hace una década, cuando el quinteto de Texas atravesaba el que parecía ser su mejor momento, el líder y vocalista principal, Tim Smith, puso tierra de por medio sin previo aviso, lo que propició la promoción interna del hasta entonces guitarrista y teclista Eric Pulido. El recién ascendido protagonista salió mucho mejor parado en Antiphon (2013) de lo que temían los agoreros, pero Midlake, en vez de sacar provecho a esa súbita renovación inducida, ha permanecido durante casi nueve años en la inopia. Tanto como para que este quinto elepé vuelva a pillar por sorpresa, porque en ningún foro se sopesaba el regreso.

 

Pues bien, el trabajo más inesperado de los ya de por sí inaprensibles Midlake resulta ser excepcional. Triste, melancólico y evocador como nos habían malacostumbrado en los gozosos tiempos de The trials of Van Occupanther (2006), abonados como nunca a las voces suaves y trémulas, a unas armonías entre los diferentes cantantes como solo les recordábamos ya a America y a ese aire ensoñador y perezoso del soft-rock que hizo tan irrepetibles a los mejores autores de los años setenta.

 

Todo ello confluye de manera espectacular en el caso de Feast of Carrion, ejemplo mayúsculo de la escritura de Pulido y compañía; ese tipo de gente que se deja el pelo largo aunque solo sea por enmarañarse la cara con las melenas, pasar más desapercibido de cara al exterior y ensimismarse con sus propios sonidos. Lo suyo es americana con ribetes de folk contemplativo; a veves tan preciosista como para que en Noble soñemos con que algún día los del norte de Texas sumen sus fuerzas a las de Sufjan Stevens.

 

Es otra manera, por fortuna de comprender la condición masculina: muy diferente a la que hasta hace no tanto era hegemónica entre los músicos hirsutos de los estados más conservadores. Al contrario: Midlake sabe aquí encontrar un equilibrio fascinante entre sus pulsiones acústicas y los ramalazos psicodélicos (Glistening); entre la paz que sugieren las tardes en las que nunca pasa nada y el chispazo de Meanwhile…, que no desentonaría en un disco ochentero de los Moody Blues: Long distance voyager, pongamos como ejemplo.

 

Carece de efectismos For the sake…, porque ni a Pulido ni a sus socios se les pasa por la cabeza que las canciones necesiten ganchos, y no belleza reconcentrada, para seducir al oyente. Dadas las peculiaridades de todos ellos, no sabemos si Eric procurará un sexto álbum más o menos inminente, retomará la fantasía pop de su E.B. The Younger o reincidirá en su faceta extramusical como diseñador interiorista. Como no está de nuestra mano, quedémonos con esa hermosura final en suspenso de The end y Of desire. Es lo mejor que podemos hacer. También, lo mejor que nos puede suceder.

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