Ry Cooder acaba de cumplir 71 años y no se molesta en disimularlos en la imagen de contraportada, donde abraza su guitarra con gesto tristón y avejentado. Pero la sabiduría, que es enorme, no resulta incompatible con la juventud de espíritu, y más si es su propio retoño, Joachim Cooder, quien le ayuda aquí con la producción, asume las percusiones e insufla una maravillosa inyección de savia nueva a la entrega. El hijo pródigo del título remite a una de las varias piezas tradicionales del álbum, pero también se lo podemos atribuir a nuestro querido maestro californiano, que llevaba seis años de un silencio que bien podría habernos sumido en la melancolía. Pero no. Ry regresa sin fisuras al sonido de los comienzos, ese territorio entre el gospel, el blues y el country en el que siempre ha ejercido un enorme ascendente sobre varias geografías y generaciones. Y así la inaugural “Straight street”, versión de una pieza de 1955, suena tan cristalina como aquel maravilloso “Tattler” de 1974 (luego también grabado en una fantástica lectura de Linda Rondstadt). La recreación de “Nobody’s fault but mine”, el clásico de Blind Willie Johnston, es fantástica: estática, emocionante, estremecedora. E imposible no reparar en los tres temas originales del lote: el irresistible pellizco pantanoso de “Shrinking man”, la corrosiva “Gentrification” (donde el habitante de un céntrico piso se encuentra con que Johnny Depp ha adquirido el edificio entero) y la memorable y desnudísima “Jesus and Woody”, diálogo entre Jesucristo y Woody Guthrie (“Usted era un soñador, señor Guthrie, y yo fui un soñador también…”). Cooder nos regala aquí y allá banjos, mandolinas y hasta una lectura bellísima de “You must unload”, un gospel con 90 años a las espaldas y un cargamento de escalofríos. En realidad, todo este disco es un regalo. Y a nuestro viejito Cooder solo podemos darle las gracias.

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