Hay mucho de admirable en una banda que, a la altura de su décimo álbum, decide embarcarse en una aventura de las dimensiones de este El regreso de Abba, un proyecto en el que la efervescencia y unas gotitas de caos se encargan de mantener el listón a una altura que muy pocos grupos españoles llegan siquiera a acariciar. Tras los fastos de celebración de su vigésimo aniversario, Marc Ros, Jess Senra y Axel Pi han tenido el arrojo de presentársenos con casi 70 nuevos minutos de música, justo en el momento en que las prisas, urgencias y picoteos digitales menos invitarían a abordar un proyecto de estas dimensiones. Pero el futuro corresponde a los audaces, y la audacia no depende de la fecha de nacimiento. A los cuarenta y tantos, aquí los veis, los tres chicos de Sidonie pueden alardear de ello.

 

El regreso de Abba presenta una génesis desconcertante en varios aspectos. El fundamental, esa extraña condición de escucha complementaria de la novela homónima de Ros, una teórica banda sonora que en realidad tampoco exige una lectura previa para ser comprendida y enteramente disfrutada. Solo la inclusión de pequeños interludios (CadaquésCap de Creus, la irritante Interior con chica al piano) sirve para enfatizar la referencia a esas páginas seminales, de las que incluso Clara Segura y Bruna Cusí nos brindan más de tres minutos de lectura en La bailarina rusa con los ojos de telescopio. Quizá sea una manera original de presentar el debut de Marc como escritor e invitar a su adquisición y disfrute íntegro, pero en el contexto fonográfico se convierte en un frenazo incómodo. O, para ser más precisos, incomprensible.

 

Otro motivo de equívoco es ese personaje principal para el que el músico y ahora literato escoge el mismo nombre que el de una célebre banda sueca, lo que también es fuente segura de desconciertos. Lo mejor es prescindir de estos detalles enojosos y centrarse en El regreso de Abba como un estupendo y muy melómano homenaje a esos elepés dobles y conceptuales que los Sidonie devorarían con fruición en los años mozos, desde Tommy Quadrophenia, de los Who, hasta aquel delirante y fabuloso The lamb lies down on Broadway (Genesis). Y como una declaración de amor a los amigos, al sol de la Costa Brava, a un planeta sostenible y, por supuesto, a la música. Con ese Mi vida es la música que acaba convirtiéndose en tema central y autorretrato de sinceridad conmovedora por parte de Ros, que incluso revela episodios personales (acoso escolar, trastornos) de los que no suelen alimentar las libretas del pop.

 

Porque la otra gran clave de El regreso… es el amor por el pop como estallido sonoro, como una policromía un punto buenrollista, jipi y hasta sutilmente petarda. Es imposible no sentir complicidad ante el ingenio de las conexiones colombianas, con una escala en Medellín que deja huella en Mi guerra, o la ingeniosísima Ragatón, bisectriz entre, digamos, Ravi Shankar (las ragas) y Maluma (el reguetón). Invita al entusiasmo el guiño pletórico a los Beach Boys en Buenas vibraciones y la vocación soleada de Port LligatVerano del amor, Me llamo AbbaHugo del desierto. Incluso mueve a la sonrisa la versión de Gracias a la vida, inopinada y seguramente innecesaria, pero también simpática. Y volvemos a constatar el talento complementario en la composición de Jess Senra, aunque solo asome en la espléndida Ritmo de huesos

 

Al final, ya se ve, los méritos sobrepasan de largo a las objeciones. Es probable que el tiempo deje en un lugar superior de nuestras preferencias a El peor grupo del mundo (2016), otra declaración melómana en toda regla. Pero El regreso de Abba, con su aureola de vibraciones positivas y sinceridad a ultranza, supone un complemento muy estimable. 

 

 

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