Llevamos ya tres lustros largos asombrándonos con el talento como cantante y compositor de Will Stratton, un muchacho que comenzó jovencísimo y al que durante buena parte de su carrera habíamos visto como un émulo californiano de Nick Drake y que desde el ya lejano 2007 ha conservado la muy saludable costumbre de no entregar un solo álbum endeble. Pero su fijación por el atribulado e irrepetible bardo de Far Leys se amortiguó de manera evidente con su séptima entrega, The changing wilderness (2021), y ahora su prolongación no solo refrenda ese gusto por un estilo menos introspectivo y más narrativo, sino que alcanza una excelencia casi escultórica en la escritura y la materialización final de cada una de estas 10 nuevas canciones.
Stratton ha admitido el influjo de literatos como Thomas Pynchon o cineastas de fuerte personalidad autoral, desde Paul Thomas Anderson a Terrence Malick, a la hora de dar forma a unas historias que merecen con creces el esfuerzo de su traducción y que configuran un mosaico de personajes insólitos (Slab city incluso desarrolla una trama de narcotráfico y la CIA), confesiones en primera persona o reflexiones sobre la cotidiana convivencia en el mundo presente con el desasosiego. Pero a todo ello se le suma una cuidadísima y muy hermosa sofisticación sonora que llega mucho más lejos que los consabidos arpegiados acústicos de guitarra que encontrábamos en los inicios de este extraordinario e insuficientemente difundido autor. No hay más que reparar en la pedal steel que engrandecen el corte inaugural, I found you, aderezado también con unos arabescos ambientales de saxo que bien podría haber trazado con su trompeta el mejor Mark Isham.
“Le perdí la pista a mi familia a los 19. Mis hermanas eran vagabundas (…) / mi hermano acogió a un pastor anglicano que ahora ya ha fallecido”. Así comienza ese corte en concreto y, por extensión, la narrativa ambiciosa e inusual de Points of origin, una obra en la que la voz tierna de Stratton traspasa con frecuencia la línea que conduce de la compañía a la conmoción. El referente de Don McLean viene a la cabeza en momentos como Jesusita, igual que las piezas más asociadas al piano recuerdan a un Warren Zevon joven e inspiradísimo, el arpegiado (Delta breeze) siempre podremos asociarlo con James Taylor y títulos como Temple bar demuestran que Will también está abierto a las guitarras eléctricas y un ligero golpe de pie en el acelerador.
Añadamos una nutrida lista de colaboradores con un enorme oficio, desde el pianista Sean Mullins al bajo de Dandy McDowell, y el gusto detallista por el sampleo de instrumentos, y llegaremos a la conclusión de que esta galería de historias es una enormidad. El salto definitivo a la madurez de un milenial de 37 años que dispone de amplio margen vital para seguir zarandeándonos a golpe de emociones.