Los integrantes de Mt. Joy suman ya cerca de una década procurando encontrar la cuadratura del círculo para que el rock de espíritu indie, el chisporroteo del folk-rock más o menos bombástico y la solemnidad de los contenidos profundos encuentren acomodo proporcional en el mismo espacio. Si el anterior trabajo del quinteto de Filadelfia (Orange blood, 2022) estaba marcado por la desazón pandémica y el frenazo en seco que experimentaron nuestras vidas, Hope we have fun abraza ya desde su cabecera su confianza en las buenas vibraciones y se alimenta de la energía acumulada en el grupo electrógeno emocional de la banda después de tres años de giras intensivas por medio mundo, aunque su predicamento por ahora siga siendo mucho mayor en territorio norteamericano que a este otro lado del océano. Y bien que se nota el estímulo, la energía acumulada y el talante vivaz, porque estas 13 canciones configuran un menú vitamínico, un chispazo motivacional asentado en un puñado de estribillos como mínimo resultones y ocasionalmente excelentes.

 

La voz campestre y temperamental de Matt Quinn sigue constituyendo uno de los activos más poderosos del grupo, que ahora mismo es capaz de sobrepasar con creces en inspiración a Mumford & Sons –con seguridad, una de sus referencias claves en los días fundacionales– y aportar un cierto pedigrí alternativo del que carecen The Lumineers, quizá los correligionarios con los que ahora mismo podemos encontrar más puntos en común. A Quinn le encanta rasguear la guitarra con esa mezcla de rabia, pasión y ternura tan propia de las noches compartidas en torno a una fogata o en la habitación de algún colegio mayor, pero se alimenta de un imaginario lo bastante versátil como para que los primeros minutos de More more more, significativamente el tema de apertura, nos recuerden más a Wilco que a, digamos, The Head and The Heart. Y esa es la baza que Mt. Joy saca a relucir en esta suerte de álbum de madurez, un empeño en que la faceta más festiva, empática, instantánea y coreable no eclipse un ideario en el que también pugnan por encontrar cabida desde Grateful Dead (sobre todo cuando asistimos al despliegue del pedal steel o de teclados Rhodes y Wurlitzer) a My Morning Jacket.

 

El mayor peligro es el de las propuestas arquetípicas o genéricas. Coyote intenta inspirarse en Thom Yorke, pero por algún motivo termina viniéndonos a la cabeza, ay, Damiano David. A cambio, Scared I’m gonna fuck you up aporta (bien se intuye) una dosis de mala baba complementada por una producción densa y rocosa, una especie de muro del sonido contemporáneo. Y God loves weirdos aborda con genuino encanto un tema, el de las andanzas de los músicos en carretera, que en otras circunstancias embarrancaría en la categoría de los tópicos flagrantes.

 

En ese esfuerzo por legitimarse como banda, las aportaciones ajenas le sientan muy bien al álbum; en particular cuando Nathaniel Rateliff aporta hondura soul a la estupenda Wild and rotten, pero también gracias a Gigi Pérez, una veinteañera que se abrió paso como tiktoker, en ese medio tiempo pintón en que se convierte In the middle, con una interpretación vocal que puede recordar muchísimo a Tom Odell.Hope we have fun le faltan unos cuantos años luz para volverse memorable, pero le sobran motivos para que nos resulte reconfortante. 

 

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