Lo más fascinante de Silver pistol es que sus remitentes tuvieran la residencia y raíces familiares firmemente asentadas en el Reino Unido, porque cualquiera que escuchase este trabajo sin contexto previo lo atribuiría a unos primos hermanos de The Band. No siempre había sido así, porque Brinsley Schwarz provenía de las escuelas del folk-rock y la psicodelia, mucho más características en la transición británica de los sesenta a los setenta. Pero a la altura de este tercer álbum ya eran Robbie Robertson y compañía los principales integrantes de su santoral, en todo caso junto a The Byrds o Van Morrison, del que la banda había ejercido como telonera en el Fillmore East de New York. Schwarz sentó así las bases de lo que en su país se popularizaría como pub rock (luego llegarían Dr. Feelgood, claro), aunque se hayan necesitado algunas décadas para reconocerle el mérito. Entre otras cosas, porque a la peculiaridad geográfica se suma una rareza mucho mayor: el grupo asumía el nombre de su hábil guitarrista, pero quien cantaba, componía y terminaba marcando el compás era el bajista, entonces aún emergente y con los años ilustrísimo. Señoras, señores: el caballero Nick Lowe.
Todo era atípico en el universo Schwarz a principios de 1972, cuando vio la luz este disco en su día desoído pero al que ahora solo podemos reservar parabienes. Para engordar el embrollo, a la formación se había sumado el guitarrista y cantautor Ian Gomm, que asume aquí la firma de cuatro de las 12 piezas y acentúa el viraje hacia The Band con las muy sólidas One more day o Range war. Pero es Lowe quien ya se acerca una velocidad de crucero de la que desde entonces apenas se ha apeado. La inmediatez a dos voces de Unknown number ya anticipa su perfil como artista en solitario, pero las reverencias se extienden por el refinado vals de Nightingale, la elegancia creciente de The last time I was fooled (con su órgano razonablemente dylanita, para no separarnos de la órbita de The Band) o la épica prudente del tema que da título al elepé.
En la receta se añade otro ingrediente pintoresco, dos piezas más festivas y correosas, Ju ju man y Niki Hoeke speedway, que le tomaron prestadas a Jim Ford, un cantautor maldito de Kentucky con el que trabajaron durante 1971 en un disco que no llegó a ver la luz. Casi todo se salía de las pautas más comunes (también el epílogo, el muy vaquero instrumental Rockin’ chair) y Silver pistol no llegó a ningún sitio. Hoy se ha granjeado un hueco inamovible en nuestras preferencias más duraderas.