Quien diga que había visto venir este disco de Kim Deal es con toda probabilidad un impostor y puede que mienta como un bellaco. Sobre todo porque nada en él suena remotamente parecido a lo que hacía con sus antiguos compañeros de Pixies hasta al menos el quinto corte, con la peculiaridad de que cuando asoma ante nuestros oídos ese Disobedience descubrimos que la escritura de esta dama de Dayton, Ohio, supera con creces la de un Frank Black que lleva una buena temporada recurriendo más de lo debido al piloto automático.

 

Deal no es la más rápida del oeste (ni, en su caso, del este), si nos atenemos al hecho de que All nerve, el todavía más reciente de sus cinco álbumes al frente de The Breeders, nos retrotrae hasta el año 2018. Pero este debut en solitario, materializado a los ¡63! años después de una docena de temporadas manufacturándose a fuego muy lento, no solo es una barbaridad en términos musicales, sino un pozo de sabiduría desde un estricto sentido humanista. La cantante, bajista y compositora encontró el empujón definitivo en el fallecimiento casi simultáneo de sus ancianos padres, justo antes de la pandemia, y el dolor, la congoja y hasta el estupor que supuran algunos de estos cortes acaba traduciéndose en un inesperado manifiesto de reafirmación en la vida.

 

Nada mejor que constatarlo con el tema inaugural y titular, que comienza con una melodía trémula y sollozante, de voz tan adorable como quebradiza, hasta que unas trompetas casi mexicanas (que tampoco se esperaba nadie) irrumpen cual hechizo a la altura del segundo 100. Y antes de desembocar en la antes mencionada Disobedience hemos de recorrer el camino que marcan Coast –que habría aplaudido a rabiar Kirsty MacColl, y más cuando irrumpe la marching band Mucca Pazza–, el bailoteo eléctrico de Crystal breath y ese vals sublime y devastador que es Are you mine?, en el que la guitarra pedal steel se mide en duelo con unas cuerdas disonantes y abrumadoras. A Tom Waits le encantaría haber escrito algo parecido.

 

La ventaja de tomarse su tiempo y acumular tanta sabiduría, ya decimos, es que Nobody loves… acaba convirtiéndose en un emocionante caleidoscopio de 11 caras, todas diferentes entre sí. Todas complementarias como buenas disyuntivas. De esa especie de surf a cámara lenta que es Wish I was acabamos desembocando en un final adorable, ese A good time pushed sobre el que confluyen las mejores vibraciones de todo el ideario de Kim. Una sonrisa matizada, pero franca, para convencernos de que este periplo vital, tan azaroso y abocado al apocalipsis, habría con todo de merecernos la pena.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *