Seamos honestos: a nadie se le pasaba por la cabeza a estas alturas la posibilidad de un nuevo álbum de La Búsqueda. Y no solo porque, habiendo transcurrido 20 años desde su antecesor, pareciera del todo impensable tal hipótesis, sino porque los mallorquines tampoco habían superado nunca la condición de banda de culto durante los tiempos de actividad regular: grandes canciones, excelentes críticas y repercusión entre discreta y mínima. Así que este Luz, arena y llanto se erige en sorpresa colosal ya por su sola existencia. Y la noticia inesperada torna en acontecimiento en cuanto intensificamos la escucha de esta obra extensa, vivísima, genuina, acústica y que rema clamorosamente a contracorriente de cuanto acostumbrarnos a llevarnos a los oídos. Este no es solo el disco de regreso de un grupo del que ya apenas nos acordábamos. Esto es, más bien, un bendito primor.

 

Mucho antes de que Jairo Zavala decidiera rebautizarse como Depedro y de que el madrileño acabara enrolándose en las filas de Calexico, nuestros chicos de Mallorca ya estaban allí, evocando sonoridades fronterizas y reivindicando la genética latina en un folk-rock que tantas veces solo maneja ingredientes anglosajones en la fórmula. Luz… se convierte no ya en un tratado, sino en un manifiesto sobre la importancia de las trompetas de los mariachis (esas con las que Love le cambiaron el paso a la psicodelia y el flower power a partir de Alone again or) y sobre el encanto de unos silbidos muy bien ejecutados (lo que no siempre sucede) con los que Ennio Morricone habría aderezado nuevas escenas en su filmografía de los westerns almerienses.

 

No sabemos cuántos de estos 20 años transcurridos habrán sido sabáticos y cuántos aportaron periodos más o menos intensos de trabajo, pero queda claro que no hay un solo corte que no haya sido trabajado y repensado con el esmero del artesano que invierte horas infinitas de talento y paciencia en el taller. Y esa es la más intensa de las sensaciones que aquí se nos transmite: no pensemos tanto en el pop convencional como en la orfebrería.

 

Solo así pueden integrarse esas secciones de cuerda para oídos sagaces y sibaritas, o es plausible cuidar tanto los timbres como para priorizar las tomas acústicas pero utilizar la electricidad a la manera de toque maestro de sal y finas hierbas. Francisco (“Chisco”) Albéniz nunca fue un autor mediático, pero alguien capaz de escribir El desierto de tu soledad merece ser subrayado como oasis. Porque esa especie de vals, reflexión nada obvia ni trillada sobre las miserias de la vida cotidiana –y el valor del sosiego y el silencio frente a las zozobras del mero existir–, ya bastaría por sí mismo para que el mundo entero hispanoparlante se interesara por la estela de La Búsqueda. Pase lo que pase a partir de ahora, el proceso de busca y reencuentro habrá merecido la pena.

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