A Annie Clark le interesa bien poco la sintaxis evidente. Esa alergia a las obviedades siempre ha figurado entre sus mayores atractivos (solo desde la singularidad podría proponerte un álbum a medias David Byrne), pero también ha servido para acobardar o directamente ahuyentar al oyente poco predispuesto a la escucha ardua. All born screaming no es un álbum convencional o predecible, hasta ahí podíamos llegar, pero encierra la gigantesca virtud de incluir muchas canciones enormes que no se parecen a casi nada y asombran a bote pronto. Más que una mera colección de páginas musicales, nos hallamos ante un endiablado ejercicio de prestidigitación: un disco de título tan poderoso (Todos nacemos gritando) exigía un contenido adscrito a la excelencia, así que St. Vincent se embarca en una filigrana que ahora mismo le coloca en la encrucijada entre el orgullo y el vértigo de no poder superar ya nunca más una cota así.

 

Dispuesta a elevar el tiro, la ambición y las expectativas desde la primera página, Clarke adopta una pose etérea y flotante para Hell is near, título bien elocuente sobre la intensidad emocional y temática de un álbum en el que cohabitan vida y muerte, apotesis y dolor, el amor en toda su intensidad y también en su desgarro. All born screaming pasará, sí o sí, a los anales de este 2024, pero siempre lo recordaremos por esa enormidad titulada Broken man, soberbio rock sintetizado, tan machacón como adictivo, fruto directísimo de su colaboración con Dave Grohl. Pero el jefe de Foo Fighters también mete baza en otro corte consecutivo y no menos furioso, Flea, con un epílogo instrumental bastante más cerca del rock progresivo de Porcupine Tree que del grunge de Nirvana.

 

En ese compromiso con la emoción sin tapujos, St. Vincent puede parecerse a una PJ Harvey envuelta en pesadillas o quedarse más cerca expresivamente de Tori Amos, con ese contraste tan radical entre la franja grave y la aguda de las tesituras para Reckless antes de que el tema pegue un revolcón cósmico e impredecible cuando ya había dejado transcurrir sus tres primeros minutos. La forma de doblar su propia voz en Sweetest fruit parece herencia de Kate Bush, y qué curioso pensar que Peter Gabriel le habría encontrado acomodo a Big time nothing en los surcos de So, casi a modo de secuela de Big time. Y no, el parecido entre ambos títulos no puede ser casualidad.

 

¿Cómo pasar por alto el romanticismo con forma de opereta tecno para Violent times? ¿Y el sorprendente guiño reggae –vía Blondie– de So many planets? La de Dallas tenía varios candidatos a figurar como mejor título de su catálogo discográfico, pero desde ahora parece que el primer puesto ya no tiene discusión.

 

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