Procede afrontar estas líneas a partir del aspecto más novedoso con el que nos encontramos en Proxy music, aunque hasta su misma verbalización resulta doloroso. El nuevo álbum de Linda Thompson, una de las cantantes más admirables del último medio siglo –o, como mínimo, de las bendecidas con una mayor capacidad de emocionarnos–, no incluye una sola nota emitida por la firmante. La disfonía, ese trastorno pesadillesco de laringe con orígenes nerviosos, la misma dolencia que acalló su voz en el largo silencio discográfico entre 1985 y 2002, ha regresado en toda dimensión y nos priva de uno de los más colosales argumentos para el disfrute que venía concediéndonos el folk británico desde los primeros años setenta. Así que estas 11 canciones son originales de Linda a los que prestan sus gargantas la excelsa nómina de familiares y amigos que aquí figuran –y nunca mejor utilizada la expresión– como colaboradores necesarios.
Linda Pettifer, o Peters, esposa del extraordinario guitarrista Richard Thompson entre 1972 y 1982, rubricó junto a su entonces marido algunos de los mejores álbumes de la historia del folk-rock en las islas (I want to see the bright lights tonight, Shoot out the lights…) antes de separar sus caminos. Thompson mantuvo el apellido de casada, pero la enfermedad truncó una carrera en solitario que apuntaba maneras fabulosas: después de One clear moment, de 1985, hubo que esperar 17 años hasta recuperarla con el excepcional Fashionably late. Y no habíamos vuelto a saber de ella desde Won’t be long now (2013), pero habríamos dado por buena la espera en caso de que esa voz adusta, sabia, aromática y profunda de siempre hubiese vuelto a emerger de su garganta.
Lo más prodigioso de Proxy music es que, siendo el disco que no pudo ser, termina siendo un álbum igualmente delicioso. Y que la presencia etérea de su teórica firmante, en realidad solo la autora del repertorio, dota al conjunto de dulzura, encanto, amor y, ante todo, un sentido del humor sencillamente admirable. Alguien que podría sentirse frustrada por la incapacidad física de desarrollar su trabajo –ese con el que la hecho querer por medio mundo durante décadas– decide regalarnos su mejor sonrisa con un título hilarante, que juega con el nombre de la banda Roxy Music sustituyendo su primer término por “proxy” (apoderada, representante), como quien concede poderes notariales para que otros actúen en su nombre. Y para acabar de trazar la pirueta cómica, emula en la portada la imagen del primer, homónimo e icónico álbum de Bryan Ferry, Brian Eno y compañía, ese en el que posaba la súper modelo noruega Kari-Ann Moller, esposa de Chris Jagger.
Y así es que Proxy music acaba convirtiéndose en una fiesta y un canto a la amistad, los amigos y, sobre todo, la vida misma, lo que aproxima bastante el resultado a aquel Family que Teddy Thompson (hijo de Linda y Richard) concibió en 2014 y rubricó, junto al resto del clan, como una banda con el nombre genérico de Thompson. Abre el catálogo la hija pequeña, Kami Thompson, con un vals precioso, The solitary traveller. Y el propio Teddy cierra la colección de 11 cortes con un homenaje a otra saga, la de las hermanas Roches, a la que se les dedica un canto de amor y admiración, Those damn Roches.
La admiración hacia Linda se traduce en una entrega incondicional por parte de los participantes. Como de costumbre, Rufus Wainwright sobresale con varios años luz de distancia a partir de Darling this will never do, con maneras de jazz vocal de los años cincuenta y una interpretación, para variar, estratosférica. Pero The Rails, la banda de Kami Thompson con su marido, el guitarrista James Walbourne, también se aplican con la misteriosa, oscura y disonante Mudlark. Los escoceses The Proclaimers convierten Bonnie Lass en una canción que podría sumar varias centurias de historia, mientras que la superlativa representación femenina hace escalas en Martha Wainwright, Eliza Carthy y The Unthanks.
Todo es un regalo, una celebración, un canto polifónico para honrar a la gran cantante sin voz. Y así, hasta que John Grant riza el rizo y asume en primera persona la canción con la que Linda le rinde tributo, titulada, para que no quepa duda, John Grant (y escrita y arreglada, claro, a la manera de John Grant). ¿Se dan cuenta como Linda Thompson, lejos de achantarse con las malditas ironías del destino, le acaba sacando punta a todo? ¿Cómo no seguir admirándola y cruzar los dedos para que regrese por donde nos tenía acostumbrados?