Lo de Tanxugueiras evolucionó hace tiempo de fenómeno musical a acontecimiento social, pero ahora puede que nos encaminemos ya a la condición de episodio histórico. Diluvio responde con nota alta a la expectación máxima que había generado a lo largo de estos últimos meses, a partir de ese feliz accidente que representó Terra. Es curioso reparar en el detalle de que aquella candidata eurovisiva no figure ni de lejos entre los momentos más relevantes de este tercer elepé y, de hecho, se relegue en el repertorio a la penúltima posición. Pero aquella eclosión pública e incontenible del vigor ancestral, palpitante, emocionantísimo del arte de las cantareiras resultó decisiva para doblegar recelos y remilgos, alzar las miradas y reivindicar una herencia histórica que proviene de un pequeño país atlántico pero es disfrutable, por su carácter esencial y telúrico, desde cualquier rincón del planeta.

 

Aquellos que estuvieran familiarizados anteriormente con la sintaxis de las pandereteiras, los alalás y los cantos de labor de la tradición gallega no se sorprenderán tanto con el contenido de Diluvio, que bebe de logros y hallazgos previos de –entre otras– su admirada Mercedes Peón y tampoco pretende superar los deslumbrantes manejos electrónicos de Baiuca. La tradición de las cantareiras ha contado en el último cuarto de siglo en Galicia con cualificadas difusoras, desde los tiempos de Cantigas e Agarimos a Leilía, Ialma o, más recientemente, el magnífico trabajo de Aliboria (junto a Xosé Lois Romero, otra alma inquieta e inabarcable de esta tradición noroccidental) y de las Adufeiras de Salitre del soberbio Xabier Díaz.

 

Existía pues, en definitiva, un terreno bien abonado de partida para emprender la simiente, pero el gran mérito de Aida Tarrío y las gemelas Olaia y Sabela Maneiro estriba en su desparpajo absolutamente arrollador, un sentido del orgullo propio y desprejuiciado como no se tenía constancia y un eclecticismo que las hace al tiempo absolutamente genuinas y terruñeras, pero accesibles y asimilables para quienes se acerquen por vez primera a este tipo de sonidos. La guitarra acústica en la extraordinaria Fame de odio es un magnífico ejemplo de esa apertura de miras, igual que el aire aflamencado que se desliza en otro de los platos decisivos, Pano corado, o la aportación rapeada y en castellano de Rayden para Averno.

 

Las tres tanxus no renuncian en ningún caso ni a su idiosincrasia ni a un lenguaje propio, e incluso se exhiben a capela, en todo su esplendor y con profusión de aturuxos (esos gritos o alaridos esenciales del rural gallego), en el caso de Sorora. Prevalece siempre el orgullo de la identidad y el sentido de pertenencia, como se hace evidente en la reivindicativa y maravillosamente altiva Seghadoras. Y es delicioso comprobar que la bandera del empoderamiento, aquí multiplicado por tres, se comparte con otras causas; en particular, la complicidad con el colectivo LGTBI, al que se le dedican guiños como el memorable morreo entre un jugador del Dépor y otro del Celta en el vídeo de Pano corado.

 

La mezcla de todos esos factores propicia un sumatorio colosal. Más allá de guiños al galleguismo, como la pronunciación con gheada en Figa (“dighan” en vez de “digan”, una confusión de fonemas muy frecuente en determinadas comarcas), Diluvio es un aguacero monumental que empapa cualquier territorio sensible, sin distingos geográficos. 80.000 espectadores, ¡80.000!, corearon estas piezas el viernes 12 de agosto junto a sus creadoras en la playa coruñesa de Riazor. Quien no quiera ver todo lo que está ocurriendo es que está, definitivamente, enajenado.

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