Alejandro Guillán Castaño ha conseguido convertir la edición del segundo trabajo de Baiuca en un pequeño gran acontecimiento para la música gallega, algo que le viene mejor que bien a un gremio necesitado ya de un golpe de autoestima. Solpor se erigió en 2018 en uno de esos debuts estimulantes que suscita un interés creciente: empezó con la timidez de quien se asoma, cauto y educado, por el quicio de la puerta, pidiendo permiso para entrar, y acaba convirtiéndose en el chico de la fiesta que a todos llama la atención. Embruxo se erige ahora en un trabajo más redondo y, sobre todo, más concienzudo. El muchacho tímido ha cobrado conciencia sobre su capacidad de seducción y sabe ingeniárselas para que sus movimientos resulten cada vez más fascinantes.

 

El pontevedrés de Catoira era el chico raro y retraído que en el instituto escuchaba música tradicional de gaitas y pandeiretas mientras sus compañeros de clase le señalaban, suspicaces, con la mirada del desdén. Por suerte, hay veces que al final ganan los buenos. Alejandro es uno de ellos, una destacada nueva figura en el restringido colectivo de los cerebritos brillantes. Frente al carácter más circunstancial y humilde de Solpor, este Embruxo adquiere hechuras de álbum conceptual, un recorrido por esa Galicia mágica y misteriosa de la brujería, la Santa Compaña y los bosques poblados en la anochecida por sombras inquietantes. Puede que sea una línea argumental más bien trillada, pero resulta especialmente atractiva para la brutal colisión que Baiuca ha organizado entre los sonidos ancestrales y el pálpito desbocado de sus programaciones electrónicas.

 

El equilibrio entre la tradición secular y una modernidad casi radical se afianza como la gran baza en estas 10 piezas, casi una banda sonora para una Galicia a la vez palpitante, seductora y hechizada. Las voces antiquísimas de las cantareiras, cortesía de las muy jóvenes Lilaina, resuenan en cinco de los 10 cortes para adentrarnos en ese universo de fascinación e intriga. A ello se le suma una utilización subyugante de la percusión de aldea, cortesía de un Xosé Lois Romero que últimamente está orillando su acordeón prodigioso para hacer hincapié en esos ritmos y aturuxos (gritos) con los que nuestros tatarabuelos ya entraban en trance sin más complemento que el licor café.

 

El asturiano Rodrigo Cuevas aporta su encanto últimamente imparable en Veleno, mientras la flauta nerviosa de Cristian Silva lo alborota todo en Cortegada. La folktrónica no es un invento de Baiuca, claro: en Galicia le ha sacado mucho partido la esotérica y espléndida Mercedes Peón, y en otros territorios celtas podemos encontrar antecedentes como los de Mouth Music o Shooglenifty. Pero Alejandro ha conseguido aquí articular un discurso propio y un choque atractivísimo de planos temporales. Como los petroglifos milenarios que inspiran la portada, la belleza se escapa de su momento en la historia para acabar haciéndose inmortal.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *