Reconozcámoslo. No hay que haber completado abrumadores estudios en fisonomía para contemplar esta portada y comprender que podríamos fiarnos a ojos cerrados de estos seis hirsutos neozelandeses, unirnos (si se pudiera) al abrazo y subirnos al barco de la amistad que sugiere este álbum, puestos a asumir el juego de palabras que propone su título. En realidad, entran ganas de buscar el correo electrónico de los chicos y formularles una pregunta tímida y escueta: ¿se puede?
Sumábamos ya unos cuantos años sin un disco importante de The Phoenix Foundation. El sexteto de Wellington lleva veintitantos años operativo por las antípodas, pero en estas lejanas tierras no nos familiarizamos con ellos hasta el encantador Buffalo (2010) y el definitivamente adorable Fandango, tres temporadas más tarde. Desde entonces no se habían embarcado en una aventura de las dimensiones de esta que ahora nos ocupa, un álbum ambicioso en el mejor de los significados: exigente consigo mismo, esplendoroso para el oyente, diverso, inesperado a ratos, abiertamente excitante. Incluso capaz de suministrar un estallido de felicidad luminosa como Landline, canción juguetona, cantarina, con teclados de chicos traviesos. Pero sustentada por una arquitectura fabulosa. Si golosinas así fueran objeto de consumo masivo, este sería un planeta por el que concedernos un margen al optimismo.
Mucho de lo que sucede en Friend ship comparte esas características. Es complejo, elaborado y minucioso, pero entra desde la primera escucha. En términos auditivos, es un flechazo en toda regla. Desde el guitarreo inicial de Guru, que juega a los destellos psicodélicos y termina abocando al tarareo, a la plácida filigrana acústica de Former glory: contemplativa, evocadora y con el aderezo de la joven violinista Motte. Y entre medias, hasta dos rutilantes apariciones de la New Zealand Symphony Orchestra, Miserable meal y Transit of Venus, esta última hasta con aderezo final de silbiditos.
Y así, Friend ship termina convirtiéndose en una fiesta en la que nuestros anfitriones han contemplado un menú bien diverso, pero siempre exquisito, de platos para compartir. Su paisana Nadia Reid aporta unas gotas de cándida intriga millenial en Hounds of hell, los también kiwis Tiny Ruins se encargan de agigantar el misterio ambient que envuelve Tranquility y nuestro sexteto titular, ya en gracia, nos mece en la tierna y adorable Trem sketch final. Ganas entran de volar: muy, muy lejos.