La belleza puede ser contrita y compungida, sin duda. La belleza siempre conmueve pero en ocasiones también duele y pellizca. La belleza se toma su tiempo: no siempre se manifiesta como una revelación instantánea, sino que precisa un esfuerzo simultáneo del receptor, una disposición a que se le abran los poros de la piel y permita la entrada y aprehensión del estímulo, de ese elixir incorpóreo que encuentra acomodo en algún lugar impredecible de nuestra masa gris. Todo ello puede aplicarse a una parte sustancial de la obra del irlandés Conor O’Brien, y sin duda a la práctica totalidad de este sexto elepé abrumador de tan hermoso. Pura lluvia fina para nuestras entrañas.

 

That golden time es un álbum complejo en concepción, texturas y hasta costuras (nunca sabemos qué camino va a escoger Villagers en cada estribillo, en caso de que lo haya), pero franco a la hora de desparramar emociones y vulnerabilidades. La voz de O’Brien sigue figurando entre los grandes tesoros de nuestro siglo gracias a esa conmovedora capacidad para mantenerse firme aunque parezca a menudo a punto de resquebrajarse. Es ese equilibrio finísimo el que el dublinés logra erigir en cada disyuntiva: su espíritu eminentemente folkie aderezado con ciertas texturas electrónicas, el impulso romántico en disputa con el escepticismo de la edad cada vez más madura, la sencillez acústica como punto de partida que los ocasionales arreglos de cuerda elevan hasta cotas impensables. Comprobémoslo en la lindísima I want what I don’t need, que podría parecer una balada íntima de un Paul Simon joven a la que Robert Kirby hubiera decidido sublimar con sus partituras para violín, viola y violonchelo. Solo que aquí no hay, por cierto, ayudas externas: Conor escribe, produce, arregla e interpreta todo.

 

Así se las gastan –bendita envidia– los creadores de cerebro privilegiado. That golden time es un trabajo reposado y nada tarareable en el que muchas canciones crecen como letanías circulares (incluso You lucky one, el extraordinario primer sencillo) y la seducción al oyente es gradual y acumulativa, sin atajos ni truquitos algorítmicos: pierdan toda esperanza de encontrar aquí estribillos explosivos, arrebatos de euforia, metrónomos acelerados. Villagers juega en la división de artistas como el feroés Teitur o su amigo Peter Broderick, cuyo violín comparece aquí en más de la mitad del repertorio, pero un álbum así le lleva a liderar todas las clasificaciones. Desde la delicadeza pausada y de porcelana en páginas finísimas (Brother Hen o, por el amor de Dios, la fabulosa No drama) a la abstracción casi ambiental de Keepsake, el homenaje al folk tradicional de la tierra (el mítico Dónal Lunny asoma con su buzuki por First responder y You lucky one)o la evocación de un Nick Drake crepuscular y pianístico en Behind that curtain, todo es portento en estos tres cuartos de hora impagables. ¿Mejores incluso que los de Fever dream (2021), su onírico antecesor? Incluso.

 

 

 

 

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