Las Bootleg series se han convertido en un género en sí mismo, particularmente adictivo, dentro del inmenso catálogo dylanita. Nadie en este mundo, ni siquiera el estajanovista Neil Young, dispone de unos archivos propios de estas dimensiones y, sobre todo, de esta riqueza: a lo largo de estas entregas complementarias, a menudo nos hemos hecho cruces sobre por qué el maestro de Minnesota se dejaba en la cajonera canciones absolutamente memorables o lecturas que cualquier observador cabal bendeciría como muy superiores a las validadas y asumidas en la discografía oficial. Ahora este Fragments refrenda una vez más el carácter absorbente de estas entregas paralelas, aunque con matices. Sobre todo porque, en puridad, es la primera vez que Dylan no nos descubre nada del todo nuevo.

 

El volumen número 17 de este inmenso cofre de los tesoros –eterna duda de la militancia: ¿realmente cuánto nos faltará aún por descubrir?– centra el foco en una etapa fascinante, la de 1996 y 1997, que desembocaría en la publicación, el 30 de septiembre de 1997, de uno de los álbumes más prodigiosos e incontestables en las seis décadas de gloria que acumula nuestro amigo Robert Zimmerman: Time out of mind. Y ahí radica la principal paradoja y factor de discordia en el caso de Fragments. Porque Dylan parece una vez más empeñado en enmendarle la plana a una de sus referencias capitales, acaso su última gran obra maestra irrebatible.

 

Todos sabemos del carácter intervencionista de Daniel Lanois desde la silla del productor, siempre propenso a dejar huella y que se note su mano aunque al otro lado del cristal nos encontremos con las mayores luminarias que nos haya legado la música popular del siglo XX. Todo ello es muy cierto, pero también que el hechicero canadiense acudió al auxilio de Dylan con el fantástico Oh mercy (1989) después de una década de los ochenta bastante aciaga. Con Time out of mind sucede otro tanto de lo mismo. El de Duluth llevaba siete años –un periodo sideral para sus cánones– sin publicar repertorio propio, aquel Under the red sky (1990) que no satisfizo a casi nadie. Y, de repente, los 70 minutos de nueva música nacidos en el 97 dispararon los epítetos de manera unánime, incorporaron a la historia de Dylan (que es la nuestra, y la de nuestro mundo) un puñado de títulos inmarcesibles, de Love sick a Not dark yet o Make you feel my love, e incluso dejaron al año siguiente una inusual estela de tres premios Grammy, entre ellos el de Disco del Año.

 

Pues bien: con todo y eso, Fragments incluye, por primera vez en la serie de bootlegs, una remezcla íntegra del álbum original, que ahora suena más turbio, crudo y devastado, más rugoso e inmerso en las negruras de este primera gran inmersión dylanita en las aguas del existencialismo. Es una diferencia sutil, pero evidente. Y esa cruda batalla por el matiz es la que protagoniza el segundo disco de Fragments, el de Outtakes and alternates, menos suculento de lo que nos prometíamos porque, en honor a la verdad, no hay nada en él que no conociéramos ya de alguna manera. Así que esta vez no incorporamos al cancionero ninguna gema perdida, sino solo nuevas versiones de piezas ya difundidas con mayor o menor intensidad.

 

Lo único del todo inédito es la preciosa inmersión de Dylan en el único tema no propio durante aquellas sesiones, el tradicional The water is wide, que emerge aquí en una lectura conmovedora. Puede que nos encontremos ante el mayor regalo del lote, pero admitamos que este clásico de genealogía escocesa ya había emergido entre las debilidades de Bob durante la cautivadora gira de The Rolling Thunder Revue (1975), documentada en la quinta entrega de las Bootlegs y hasta en un cofre independiente para completistas sin remedio.

 

A partir de ahí, la prodigiosa Mississippi reaparece en su “versión 2”, pero hablamos de una pieza que conocería su versión oficial en el siguiente álbum, Love and theft (2001). Y algo parecido nos sucede con la “versión 1” de Red river shore, genialidad sacrificada por Dylan para engrosar su holgado catálogo de decisiones incomprensibles. ¿El problema? Conocimos ya Red river… en los tiempos del octavo bootleg, Tell tale signs: Rare and unreleased 1989-2006, un volumen que colisiona en no poca medida con este Fragments que ahora incorporamos a nuestros altares de don Roberto.

 

Así pues, habremos de hablar en esta ocasión de una satisfacción matizada. Las lecturas alternativas son, sí, fantásticas (ese Love sick crepitante, el polvoriento Dirt road blues), pero no hay esta vez descubrimientos impactantes. Solo la constatación, una vez más, del tormento, tenacidad y perseverancia del genio en la búsqueda del giro y la esencia en cada una de sus reinterpretaciones.

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