He aquí una idea fantástica que contribuye, a un tiempo, a reivindicar la labor de los clubes, el valor del documento sonoro y la belleza del formato físico. El Café Berlín de Madrid, que logra programar más conciertos que noches tiene el año desde el mismo corazón de la ciudad, emprende la aventura de una colección discográfica propia en vinilo. Y su primera entrega es una delicia, por contenido y continente; por la generosidad de su programa, la excelencia del sonido y su edición, la figura carismática y embaucadora de su protagonista principal.

 

Dicen que inaugura el Berlín sus registros fonográficos, pero no es cierto. En ese sótano profundo de la Costanilla de los Ángeles ya se dio forma en junio de 2017 a De cerca – En directo desde el Café Berlín, un espléndido encuentro entre Josemi Carmona, Javier Colina y Bandolero que cobraría forma de librodisco a finales de ese mismo año gracias a una iniciativa editorial del diario El País. Pero esta noche con Caramelo de Cuba, el 2 de julio de 2021, ha servido para quintaesenciar en tres cuartos de hora (una extensión perfecta, en términos vinílicos) lo mejor de este cubano emblemático y agilísimo, con esa capacidad proverbial para abarcarlo todo desde el son y el jazz latino al flamenco y hasta la canción de autor.

 

Un tipo generoso, el bueno de Javier Gutiérrez Massó. Hasta 16 socios logra convocar a lo largo de la velada para que desfilen por el angosto escenario del Berlín; siempre locuaz y expansivo, siempre dispuesto a ceder espacio a los demás. Josemi Carmona alardea de guitarra transversal –un pie en Paco de Lucía, otro en Pat Metheny– con Tangroove, mientras que Rafita de Madrid se encarga de convocar al espíritu de Morente con Caramelo de Cuba, la canción antonomásica que el maestro del Albaicín incluyó en ese disco prodigioso y casi olvidado que era El pequeño reloj.

 

Un tórrido original de Jorge Drexler, Fusión, inaugura la cara B con sabrosura a la brasileña, antes de que la vocalista Amanda Gaviria se luzca en la argentinizada Cartas de amor que se queman. Queda la duda de si era necesario inmortalizar presentaciones e intercambios festivos con el público en el epílogo de Tremendo chequendengue, el muy dinámico tumbao que sirve como fin de fiesta. Quizá sirva como un pequeño gesto de autoafirmación, el testimonio más obvio de la veracidad de la obra como hija directa de una noche sobre las tablas. Para futuras noches del Berlín inmortalizadas a 33 revoluciones por minuto ya no será necesario. Y ojalá sean muchas las oportunidades de incrementar esta colección tan valiente y necesaria, tan ilusionante.

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