A Charlie Cunningham le cogimos cariño desde que supimos de su peripecia sevillana, aquella temporada en que residió en la capital andaluza –suena pintoresco, pero también muy entrañable– para aprender de primera mano los secretos de la guitarra flamenca. Y no se percibe, avisémoslo, ni un miligramo de flamenquismo a la altura de esta tercera entrega en solitario, pero sí un cuidado y gusto primorosos por la sonoridad de su guitarra acústica, que sostiene en todo momento la batuta en una entrega sobria y contemplativa, hermosa desde la quietud, tan ensimismada que requerirá de la complicidad del oyente para ajustarse a su gusto por el espacio y por el silencio.

 

Frame es, en efecto, un disco bello y meditabundo, abstraído de aspecto y con cierto aire doloroso en su médula y en su concepción. Nos retrata a un muchacho retraído que captura en su voz –frágil, casi quebrada, muy emocionante– todas las dudas de la vida misma. Y en la que se aúnan influjos particularmente nobles de quienes le han antecedido no tantos años atrás, en particular Bon Iver o Iron & Wine, y de compañeros de generación que también exhiben alma contrita y una propensión anímica a las negruras del alma. Y, en ese sentido, el paralelismo con ese Tom Odell de Monsters (2021) se antoja notable.

 

El blanco y negro que domina la portada y todo el concepto gráfico –también el audiovisual– en torno a Frame, con referencias abundantes a los positivos y negativos fotográficos, refrenda esa apuesta por la austeridad y el recogimiento. Por la tristeza y el tormento interior, como ese protagonista de Shame I know, el tema inaugural (prologado por una introducción instrumental al piano particularmente bella y contemplativa), al que sabemos “enfermo y cansado” y a quien “nada podemos decir, puesto que no cambiará de opinión” aunque “debiera escucharse a sí mismo la próxima vez y abrazar el silencio”.

 

Así están los ánimos en Frame, un disco austero e íntimo, pero de temáticas y proyecciones universales. Un álbum que comulga con la naturaleza y acaba buscando atisbos de luz en lo más profundo de la noche. Y una banda sonora para apearse del mundo durante algo menos de tres cuartos de hora y consagrarse a la reflexión y la introspección. Porque al final del camino, siempre, llega el final de la noche (End of the night), un capítulo breve y conmovedor situado como penúltimo corte, justo antes de Frame, tema titular y colofón, cómo no, de luces y sombras: una “canción de cuna a medio escribir” sobre amores, o afectos, que fueron intensos pero no estaban destinados a perdurar. La vida misma.

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