El teclista Richard Wright siempre cargó con el sambenito de ser el integrante de Pink Floyd (¡y miembro fundador!) con menos pedigrí, una losa sustentada a partir de dos argumentos endiablados: la competencia en la alineación siempre fue superlativa (Waters, Gilmour, Mason y, al principio, el bala perdida de Syd Barrett: así no hay manera de aspirar al liderato) y el propio Roger Waters se encargó de rebajarle el estatus con una ojeriza difícil de justificar desde la perspectiva del aficionado. El encontronazo propició, de hecho, uno de los episodios más pintorescos –o demenciales– en la historia de las relaciones interpersonales dentro de los grupos de rock: Roger acabaría poniendo de patitas en la calle a Richard en pleno proceso de elaboración de The wall (1979) para acabar recuperándolo a los pocos meses… en la calidad de músico a sueldo. Malditos egos; sobre todo cuando son, como diría Juan Cruz, egos revueltos.

 

El caso es que, un año antes de todo aquel embrollo, los Floyd se concedieron un respiro tras el trajín de Animals (1977) y dos de sus integrantes aprovecharon para soltar lastre por su cuenta. Es curioso constatar cómo ambos trabajos, pese al lustre de sus firmas, quedaron a las puertas del olvido. David Gilmour (1978), el estreno en primera persona del inconfundible guitarrista y cantante, es a buen seguro su disco colista menos difundido y reivindicado. Pero aún más inmerso en las tinieblas de la memoria podía terminar este muy apreciable y digno de reivindicación Wet dream, primero de los dos únicos álbumes propios que llegó a grabar Wright (el otro, Broken China, de 1996, fue acogido con la frialdad propia de los eventos irrelevantes) y un trabajo que ahora, 45 años después de su alumbramiento y al cumplirse tres lustros del adiós prematuro de su firmante, recibe los honores que siempre habría merecido y hasta ahora se le negaron o racanearon.

 

Wet dream es una plasmación de la vida plácida y las tardes de sol a poca distancia de la pileta o la línea de costa, cuando no a bordo de alguna embarcación de recreo. Es música para la evasión, más cercana al pop progresivo que al rock sinfónico. Y esa ligereza manifiesta y anhelada hace que muchos de sus cortes suenen a descartes fraguados durante las sesiones de trabajo de los Floyd, aunque la omnipresencia de los inconfundibles solos de saxo de Mel Collins propicia a menudo el espejismo de encontrarnos ante un álbum perdido de Camel; no olvidemos que el saxofonista de Surrey se había incorporado solo un año antes a la formación de Andrew Latimer y Peter Bardens, con la que registraría no solo Rain dances (1977), sino también Breathless (1978), I can see your house from here (1979), Nude (1981) y Stationary traveller (1984).

 

Esta inmersión en la música progresiva más descomplicada acrecienta la sensación de placidez con los guiños a pasajes muy identificables de la banda matriz. Así, Summer elegy, de largo lo mejor del lote, puede colocarnos mentalmente muy cerca del final de la cara A de The dark side of the moon, mientras que es imposible no situar Mad Yannis dance en las inmediaciones de la introducción de Shine on you crazy diamond. Y así, sin sobresaltos y con la cálida brisa que inspira esta apelación a la belleza plácida, transcurren estos tres cuartos de hora que solo se chafan en su capítulo final, ese Funky deux definitivamente sobrante que recuerda a los minutos de la basura sobre una cancha de baloncesto, cuando el partido ya está decidido.

 

Es una pieza plana, plúmbea y anodina, una divagación sobre la nada que podemos ahorrarnos para que Wet dream siga dejándonos ese buen sabor de boca que merece. Y nada, para la bendición a los ojos de la historia de esta obra minusvalorada, como encargarle su remezcla y remasterización al ubicuo Steven Wilson, el hombre que legitima todas las revisiones de los catálogos de Jethro Tull o Marillion y con seguridad el único músico contemporáneo a la altura de aquella irrepetible generación de fundadores del movimiento progresivo.

 

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